Desde que se precipitó el franco colapso del Régimen de la Revolución a partir de 1982 -espoleado por la crisis fiscal- México, políticamente hablando, se encuentra despactado y con ello limitado en su potencial de desarrollo. Las edificaciones institucionales sustitutivas, sobre todo económicas y políticas, instrumentadas desde 1983, no se han ocupado por construir un gran acuerdo nacional incluyente que las acompañe y sustente. Ha habido pactos coyunturales, pero ninguno estructural.
Adicionalmente, las nuevas reglas de acceso al poder que definieron la Transición a la Democracia, carecieron de un compromiso explícito para actualizar democráticamente las reglas de ejercicio del poder. En consecuencia se perpetuaron las inercias disfuncionales del añejo régimen político que, impermeables a su reforma integral, han simulado el cambio. Ello condenó a la joven democracia a permanecer circunscrita a su ámbito electoral, dominado por la rancia premisa de que el que gana, gana todo y el que pierde, pierde todo, mientras sus construcciones, como el sistema de partidos políticos, sucumbían a la hegemonía de los intereses particulares y de grupo, y perdían utilidad ante la sociedad.
De esta manera se procreó una vida pública oligopólica, incapaz tanto de auto generar los incentivos necesarios para propiciar la reunión de la diversidad mexicana en la conformación, recreación e imperio del interés general, como de estimular el nacimiento de un nuevo pacto social de poder, capaz de cimentar un cambio eficaz, incluyente y concertado. Por ello la República no ha podido vestir un diseño político integral, consistente con el cambio democrático, que le permitiera determinar, de acuerdo con el interés general, una hoja de ruta cardinal para guiar a la Nación y garantizar la inclusión y el apoyo de todas sus partes, en la toma pública de decisiones. Por lo mismo también, sus gobiernos, cercados por el fantasma de la ilegitimidad, han visto acotar el margen de acción de sus decisiones.
No se entendió la necesidad de alcanzar en lo fundamental un gran acuerdo nacional, capaz de ordenar, madurar y potenciar el cambio democrático. Tampoco que para logarlo era necesario revitalizar la República en la democracia y liberarla del deterioro propiciado por su colonización oligárquica, consentida por las decadentes inercias del viejo modelo político.
Se perdió de vista que la fragilidad republicana es justamente el origen y fundamento de los males que la narrativa habitual llega a expresar como Estado fallido: inseguridad pública y simulación jurídica; decadencia ética de la política y corrupción, la Némesis del federalismo: centralismo y baronías confederadas; la ineficacia, el “cuatismo” cómplice, y el complejo de ilegitimidad de sus gobiernos; el crecimiento económico mediocre y desarticulado y la injusta e inaceptable desigualdad social, entre otras cuestiones.
México no está ante los graves escenarios de un Estado fallido, pero sí sufre un Estado debilitado, urgido de restituir su República y modificar su régimen de gobierno, éste último sí fallido, apremiado por vincular los distintos poderes del Estado, por la ruta del régimen semi-presidencial.
En consecuencia, revitalizar la República es un imperativo inaplazable, que exige construir una mayoría consciente y actuante en ese propósito, teniendo como base la reconciliación nacional, para poder convocar a la edificación de un gran acuerdo nacional ampliamente mayoritario por el perfeccionamiento y la profundización de la gobernabilidad democrática de México. Se trata de reunirnos, de volvernos a unir en lo fundamental para potenciar como país nuestros talentos en beneficio de las mujeres, de los hombres, de sus familias y de la nación.
Es seguro que la inmensa mayoría de las mexicanas y los mexicanos estaríamos dispuestos a avalar, por encima de las legítimas diferencias que motiva nuestra rica diversidad y sin renunciar a ellas, propuestas incluyentes que nos saquen del marasmo y la mediocridad que nos detiene, y nos ofrezcan construir un horizonte de certeza primordial, de al menos tres o cinco décadas.
Estamos hartos de campañas políticas diseñadas y actuadas desde la etiqueta de enemigo, que no de adversario, y que sólo se enfocan en destruir a quienes irremediablemente se tendrán que volver a encontrar en el camino político, ganen o pierdan, para continuar con su trayecto. No podemos permitirnos más división, llego la hora de entender que o nos salvamos todas y todos o todas y todos nos hundimos. Es momento de comenzar a edificar la República de la Democracia.
El primero de julio, la mayoría de los que votaron pasaron una cara factura a la poco eficaz democracia mexicana, encerrada en ese laberinto donde lo nuevo no acaba de nacer, y lo viejo no termina de morir, Gramsci dixit. La votación mayoritaria fue contra el sistema -entendiendo por sistema lo construido de 1983 a la fecha- se hizo un reclamo, una exigencia, para romper ese impasse que impide prosperar unidos.
Desde una perspectiva político-electoral, fue una elección que cerró el círculo de las alternancias históricas y con ello culminó el siglo XX. La oposición perene al modelo emprendido desde 1983, hoy es gobierno y la nueva oposición encara el reto de restituirse para poderlo ser, en una trama determinada por el estallamiento del sistema de partidos, entronizado por la Transición, y su imperativa reconstrucción.
Sin embargo, considerar que la simple sanción de las urnas por sí sola significa un cambio en favor de la profundización democrática, es un error, muy común en un país de pensamiento mágico que confía en que votar basta para trasmutar los males sociales en bondades. En todo caso es un mandato de gobierno, cuya posibilidad de cumplirlo requiere apoyarse en las virtudes de la buena política para iluminar su camino.
Por ello, si bien en este México de claroscuros, el primero de julio dominó el disgusto en la mayoría de los votantes, en la construcción de una nueva etapa, se deberá privilegiar la objetividad del diagnóstico y la acción prudente: cuidar de no tirar al bebe con todo y el agua sucia de la bañera y dotar a su gestión de un acompañamiento político plural, de eso dependerá mucho el éxito o fracaso de lo que se emprenda.
El ahora ya Presidente en funciones, ha propuesto realizar la IV Transformación de México, sin duda una iniciativa aplaudible si busca reconstruir lo dañado, cambiar lo que no funciona, mantener lo que sí y avanzar en la democracia social que demanda México. Particularmente si se comprende que en la epopeya social, nada es nunca totalmente nuevo y que el cambio surge de actualizar buena parte de lo precedente. En todo caso, una convocatoria a realizar un proyecto de gran envergadura, requiere comenzar por precisar su naturaleza, contenido y alcances, cuestiones que hasta ahora quedan poco claras y motivan varias preguntas. Entre ellas tres:
¿La IV Transformación es un lema del gobierno entrante destinado a encuadrar sus políticas públicas y acciones o es una propuesta de Estado y, en su caso, qué Poder convoca y cómo participa la sociedad?
¿Cómo y con quiénes, en un caso o en el otro, se construirá la agenda de la IV Transformación y cuáles son sus contenidos mínimos?
¿De lo construido hasta ahora, qué partes permanecen y cuáles se plantea eliminar o se eliminará todo y en consecuencia que se propone?
Si la propuesta es de Estado, entonces requiere convocar al más amplio consenso de la sociedad y contemplar, además de los 30 millones de votos que le permitieron ganar la Presidencia y la mayoría legislativa, a los más de 26 millones que votaron en contra del próximo gobierno, aceptando que ninguno de esos dos bloques es homogéneo, ni dura para siempre. De hecho una trasformación de ese tipo demanda involucrar a los 90 millones ciudadanos con posibilidades votar, lo hayan hecho o no, por no mencionar a sus hijas e hijos, menores de edad.
Desde luego que, para caminar con éxito por las grandes avenidas del cambio político estructural, ayuda mucho contar con una mayoría legislativa, pero ésta como tal no basta. Porque éste es un asunto de máxima pluralidad que está obligado, primero, a confirmar la regla de oro de la democracia: conducir el buen gobierno de las mayorías, al tiempo que se garantizan los derechos de las minorías y, segundo, a superar la asignatura pendiente y proponerse edificar instituciones sustitutivas con sustento en un gran acuerdo nacional, incluyente de la diversidad.
Si se cumplen estas dos obligaciones, el país podrá comenzar una etapa de reconciliación que nos reúna en lo fundamental y dejar de caminar divididos, como ha sucedido en las últimas tres décadas. Entonces podremos aspirar a lograr el cuarto pacto social de poder de nuestra historia para avanzar hacia la edificación de la República de la Democracia. Si se rechaza esta vía se correrá el riesgo de entrar en un proceso autoritario que profundice la división social existente, haciendo de la IV Transformación de México una propuesta sectaria que sólo nos confrontará y retrasará más la evolución democrática de México.
Sí la IV Trasformación es sólo un lema de gobierno, de todas formas tendrá que ocuparse de los déficits del país derivados de las insuficiencias de la Transición y del modelo de desarrollo vigente, y también se requerirá hacerlo en forma plural, con la sociedad, vigilante y participativa.
De ahí la pertinencia de ésta propuesta: Encuadrar la IV Transformación en el proyecto de restitución de la República y así potenciar al éxito y beneficiarse de los esfuerzos reformadores de muchos años destinados a profundizar la democracia mexicana. De esta manera se podrá, en la legitimidad plural de un país unido en su diversidad, entre otros aspectos:
- Reformar el caduco modelo de gobierno, impulsando un régimen de gobierno semi-presidencial y reconstruir el federalismo desde el ámbito local;
- Solucionar la desconexión entre los motores externo e interno de la economía y proponerse sustituir importaciones en condiciones de mercado abierto, induciendo un desarrollo tecnológico puntual que articule a la pequeña y mediana empresa generadora de empleo, para pasar de la manufactura a la mentefactura, e impulsar la inserción en los mercados locales y regionales al pequeño productor agropecuario;
- Superar la inaceptable desigualdad social construyendo desde la base, las posibilidades de un real acceso a un horizonte de oportunidades y, en general, restituir la vitalidad de nuestra alicaída vida pública con valores ciudadanos, fincados en un claro mandato de justicia social: lograr la igualdad para defender y extender nuestra libertad.
Recordemos que la República es un marco ético rector de la vida pública, contenido en una fórmula constitucional de laicidad, libertad e igualdad acorde con la historia, que nos dispensa de requerir constituciones morales. Su restitución no sólo impide la injusta apropiación privada de ese bien colectivo que es la política, sino que rehabilita su virtud creadora de soluciones y confirma el derecho humano al buen gobierno. Su regla aurea es el imperio del interés general, que resulta de la perecuación entre todos los intereses particulares que la componen, es decir del reparto equitativo de las cargas entre quienes las soportan. Si ésta regla desaparece o se debilita, la misma suerte corre la República.
Por ello, la lucha por la República implica desbrozar la cerrada espesura de los privilegios excluyentes para abrir grandes avenidas a la igualdad, a la libertad y a la fraternidad. Implica estimular la convivencia armónica y justa de una sociedad que robustece la ciudadanía integral, como base de su arquitectura. En síntesis, edificar la República Democrática es disponerse a:
- Sustituir de manera inalterable el imperio de los hombres por el imperio de la Ley, garantizar el control constitucional del poder como base del Estado de Derecho y lograr la máxima eficacia jurídica de la Ley;
- Evitar que ningún grupo interno excluya o anule al resto en lo político, lo económico y lo social. Impedir que origen de cuna sea destino, trabajando por la inclusión social, armonizando la libertad con la igualdad de capacidades y oportunidades y, al promover la equidad entre familias, hacerlo también entre regiones, reconstruyendo el federalismo;
- Al igual que al poder político, también sujetar la economía al interés general, sin vulnerar libertades pero orientando institucionalmente su desempeño hacia la competitividad, el crecimiento, la prosperidad compartida y la justicia social;
- Cerrar la brecha entre ciudadanía y política. Volver a conectar a los ciudadanos con sus gobernantes a partir de generalizar la trasparencia y la rendición de cuentas. Reemplazar la idea pasiva de ciudadanía, sólo como posesión de derechos, por una ciudadanía activo-participativa en la definición de los asuntos públicos, induciendo su libertad positiva;
- Promover modelos de conducta cívica favorables al mejor funcionamiento comunitario. Estimular y respetar el surgimiento de identidades comunitarias, energías cívicas, actitudes criticas ante la autoridad, el sentido de justicia y la tolerancia ante a la diversidad.
En suma, en más de 200 años de vida independiente, México es viable como resultado de un amplio ciclo de tres revoluciones y de un importante pero inacabado proceso de Transición a la Democracia. Las tres primeras culminaron con el logro de sendos pactos sociales de poder, que soportaron la fundación de tres Repúblicas:
La primera República, la federalista, impidió la disgregación de la nación. Se estructuró en el federalismo que abreva en la tradición de Cádiz y establece su perfil en la morfología práctica de la experiencia Norteamericana. Sus reglas están escritas en la Constitución de 1824, soportada en el pacto social de poder condensado por Guadalupe Victoria, para superar las insuficiencias del fallido Imperio.
La República laica es la segunda, que surge del pacto social de poder que restaura la Constitución de 1857 y a su vez la soporta. Entre Juárez y Díaz, en la búsqueda del orden y el progreso, se consolida el Estado mexicano en la reconciliación política, después de varias décadas de lucha fratricida, de “cuartelazos” e invasiones extranjeras.
Finalmente, el continuum Obregón-Calles-Cárdenas nos otorga la tercera República, la social, que gobernó la Revolución, dio vida a la Constitución de 1917 y estabilidad y desarrollo al país, hasta que avanzada la segunda mitad del siglo pasado, comenzó a colapsar en sus fundamentos, precipitando su caída después de 1982.
Hasta ahora, la transición a la democracia no ha sido capaz de culminar su ciclo hacia la normalidad democrática, no ha podido construir el correspondiente pacto social de poder e instituir la República de la Democracia para actualizar, en consecuencia, su marco constitucional.
No hay tiempo para más dilaciones, está en juego el destino de México, llegó la hora de hacerlo, aceptemos el reto.
NOTA: Presentado en el Segundo Encuentro Multidisciplinario: Cultura, paz y civilización. INAH. Alcázar del Castillo de Chapultepec. Ciudad de México. Noviembre 26, 2018