Desde finales del siglo pasado, la comunicación política ha dado un viraje. Pasamos del énfasis en la comunicación directa al predominio de la comunicación mediada. Los mítines, los encuentros con sectores, las grandes reuniones y las nutridas caravanas de vehículos, por ejemplo, han disminuido en la medida en que los promocionales para radio, televisión y, recientemente, redes sociales se han incrementado.
Para algunos y algunas esto constituye un retroceso en la vitalidad democrática. Consideran que el predominio mediático simplifica el mensaje político y desaparece detalles que son relevantes para formarse una opinión o para tomar una decisión. Es un argumento muy convincente que han sostenido teóricos tan relevantes como Sartori o Eco; y, sin embargo, yo no estaría tan segura de que la adopción de herramientas surgidas en campos distintos a la política sea intrínsecamente negativa. Todo depende del contexto sociohistórico de cada país.
En México, la modernización de la comunicación política llegó en la década de 1990. Inició con la campaña de Carlos Salinas de Gortari y se profundizó en la de Ernesto Zedillo. La proclividad de ambos presidentes hacia el conocimiento técnico facilitó la adopción de métodos como las encuestas, sondeos o grupos de enfoque en el diseño de estrategias de comunicación.
Esos son, también, momentos de apertura política: en 1988 tuvo lugar la primera campaña realmente competida para la Presidencia de la República; y en 1989 se reconoció el primer triunfo de la oposición al PRI en una gubernatura. Ambos eventos constituyen signos de la importancia que iban adquiriendo los votantes en la ecuación del poder a la mexicana. Ya no bastaba con el apoyo del líder o de los sectores del partido, sino que había que conquistar al electorado. Enorme cambio, porque ganar la atención y la confianza de los votantes puso a los políticos ante la necesidad de incorporar en sus equipos a especialistas en medios e imagen pública.
Los mensajes políticos fueron dejados menos a la intuición y más a las investigaciones demoscópicas; se fomentó la “disciplina de mensaje”, es decir, mantener coherencia entre los temas de la campaña y el enfoque elegido para la construcción de una narrativa sólida; se diseñó una imagen unificada que debía ser replicada en los promocionales en todo el país y para ello se elaboraron manuales que contenían los criterios generales para la elaboración de otros materiales.
El propósito era unificar la estrategia y, considerando que la repetición es la base de la publicidad, mejorar el posicionamiento de los candidatos y la adopción de los mensajes por parte de los ciudadanos. El razonamiento que guiaba estos esfuerzos es que nadie confía (vota) en quien no conoce por lo que era necesario difundir la historia de los candidatos y debilitar la de los adversarios.
Es decir, en México se introdujeron cambios significativos en la forma de hacer campañas políticas alrededor de 1990, y desde entonces avanzaron muy rápidamente a diferencia de otros países, en los que tomaron décadas. La competencia electoral incrementó el ritmo de las innovaciones y generó otros fenómenos que abordaremos en la siguiente entrega.
Nota: El artículo contiene datos de la investigación La modernización política en México desde la perspectiva de sus actores, que fue publicado por el INE y se encuentra disponible en el vínculo siguiente: https://www.ine.mx/wp-content/uploads/2019/05/la_modernizacion_politica.pdf