A mediados de febrero leí un artículo de Tedros Ghebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud, en el que expresaba una profunda preocupación por un virus que se expandía con más rapidez que el COVID-19: la desinformación.
Parece algo inocuo: recibo un mensaje y lo difundo a mis contactos en redes sociales. Incluso si identifico información dudosa o claramente falsa, lo trasmito por si acaso o ¿por qué no? Supongo que todas y todos hemos recibido videos que demuestran que el agua caliente, tomada en ciertos intervalos, elimina el virus. O que comer ajo puede hacerlo. Incluso recibí el video de un médico que sugiere utilizar una secadora y aplicar aire caliente por la nariz para matar al SARS-CoV-2. ¡Inaudito! Porque si alguien lo hiciera podría dañarle las vías respiratorias, gravemente.
La desinformación, en el caso de una pandemia y, yo diría que en casi todos los demás, resulta muy nociva para la sociedad y puede poner en riesgo la vida humana.
Este comportamiento es agravado por la intervención de actores políticos y económicos que buscan aprovechar la crisis para obtener ventajas. No les importa difundir noticias falsas para lograrlo. En Twitter, en especial, se libran batallas para calificar anticipadamente la actuación de los gobiernos, iniciadas tanto por críticos como por simpatizantes. Lo mismo en México, que en Canadá o en Alemania.
Esa actitud es tan antidemocrática como reprobable. Lo deseable sería que los antagonismos evitaran hacerse presentes en crisis de salubridad. En esa arena es necesario escuchar a los expertos, son ellos quienes han dedicado su vida al estudio de esos fenómenos, y no a los “especialistas de ocasión” que analizan, cuestionan o hacen proyecciones “ceteris paribus”, es decir, como si todas las condiciones se mantuvieran constantes. Trasladan, por ejemplo, métodos económicos para proyectar el comportamiento de un virus, sin considerar variables sanitarias o endógenas en la sociedad.
Los análisis erróneos también contribuyen al ruido mediático y distraen a la sociedad de lo importante: las medidas de protección. Lo mismo sucede con las teorías conspirativas que suponen el surgimiento del virus como resultado de la confrontación entre naciones y que, en algunos casos, anticipan nuevas guerras biológicas.
Por ello, la OMS lanzó una alerta sobre los efectos de la desinformación en el agravamiento de la pandemia: “Esta infodemia está obstaculizando las medidas de contención del brote, propagando pánico y confusión de forma innecesaria y generando división en un momento en el que necesitamos ser solidarios y colaborar para salvar vidas y para poner fin a esta crisis sanitaria”.
Como decía, ese artículo se publicó en febrero, cuando aún no se detectaba ningún caso en México, y podría preverse que ese llamado a la responsabilidad política y social tuviera efectos en nuestro país. No fue así, desafortunadamente. Los espacios mediáticos no se han reservado para el debate entre expertos, sino entre opinadores que lo mismo cuestionan las medidas sanitarias, que inversiones en educación o en infraestructura; parecieran nuestros nuevos “filósofos clásicos”, que como los de la Antigua Grecia, se creen eruditos en todas las materias. Pero no lo son. Y, si bien el debate es indispensable en todas las democracias, este debe realizarse con información y con responsabilidad.
Esta crisis presenta un desafío a todas las naciones. De una forma u otra pasará y dejará un camino andado que será doloroso y que mostrará el verdadero rostro de nuestra sociedad: responsable y solidaria o gravemente afectada por la infodemia.