Bienvenidos sean de nuevo a esta serie de magníficas y fantásticas historias. Puede que no crean todo lo que escribo, pero déjenme confesarles que, aunque todo esté narrado con mi tan entusiasta actitud, cada palabra es verdad, por más exagerado que suene.
Y dicho esto, ya va siendo hora de contarles la experiencia que marcó oficialmente mi entrada al mundo adulto. Pero no a cualquier mundo adulto… sino al de los excesos sin medida ni regulación prolongada. Claro que estoy hablando de mi viaje a Las Vegas para celebrar mis 21 años.
Todo esto comenzó gracias a mi madre, quien, cuando yo era pequeño, solía contarme maravillas sobre ese lugar místico y peligroso llamado Las Vegas. Y en algún momento (muy brillante de su parte), se le ocurrió prometerme que, cuando cumpliera mi mayoría de edad internacional, iríamos juntos. Como madre e hijo. Un viaje lleno de unión familiar. Obviamente, esto fue antes de que se notara mi ligera tendencia a la fiesta desenfrenada… pero, aun así, decidimos ir. Total, ¿qué podía salir mal?
Viajamos junto con una pareja de amigos de mi mamá: Sergio y Mayrim. Son divertidísimos y no era la primera vez que viajábamos con ellos. De hecho, siguen bastante bien el ritmo, y le añaden su propio toque de pachangueo.
Primer Gran Exceso:
Mi queridísima Tita Mayrim (eso de Tita viene porque ella es puertorriqueña y así acostumbran a decirles a las tías) y mi madre me introdujeron al horrible, terrible, catastrófico… mundo de la marihuana. Estábamos en Fremont Street y, por si no lo sabían, en Las Vegas el consumo y venta de esta sustancia es completamente legal. Así que por qué no, mi madre me compró un wax -vape- y la Tita gomitas, ambos con esa sustancia mortal.
¡Qué gran error! Dios santísimo, ¿por qué lo permitiste?
Segundo Gran Exceso:
Mi madre santa (esa misma que me regaña por no trapear bien), decidió comprar unas sombrillas de bolsillo que funcionaban como botellas de alcohol camufladas.
Súmale eso a las cuatro botellas de mezcal que llevábamos en la maleta… y pues… no sé, yo ya olía el desastre desde que aterrizamos.
Tercer Gran Exceso:
Toda la ciudad está llena de casinos. Hasta en el aeropuerto hay máquinas, no vaya a ser te les regreses con el poco dinerito que te haya sobrado. Y como nuestro objetivo era “conocer TODOS los hoteles”, pues claro, jugamos en cada uno.
“Por experiencia”, decíamos… Ajá.
Ahora, con estas tres recetas maestras para el desastre, les cuento cómo fue la cosa… al menos como la recuerdo.
Cada dos horas, mi querida Tita Mayrim me daba una gomita poderosa. Una cosa que me mantenía en un estado constante de pánico relajado. Muy confuso. No sabía dónde estaba ni por qué existía. A veces filosofaba sobre el sentido de la vida, otras veces quería lamer un poste.
Con cada 20 o 30 pasos, decidía que estaba lloviendo (aunque estuviéramos a 30°C), y abría mi paraguas—perdón, mi botella de alcohol camuflada en forma de paraguas—para repartir un shot colectivo al equipo de viaje.
La rutina era simple: caminar – shot – jugar – gomita – filosofar, y repetir.
El wax (más marihuana) era más fácil de consumir… lo cual solo me facilitó autodestruirme más rápido. Me la pasé fumando como si se acabara el mundo. Debo aclarar que yo no fumo nada, ni tabaco, así que esa cosa me pegaba al punto que me sentía -seguro también parecía- el hijo lelo del viaje.
Esto derivó en un hambre monstruosa por cualquier cosa que se moviera o no se moviera. Entré a la tienda de M&M’s y juro que una estatua me saludó y me pidió que le mordiera una nalga. No lo hice por respeto. A la estatua.
Lo peor era que cada vez que cerraba los ojos, sentía que dejaba de existir. Imaginen tener miedo constante a parpadear. No no no.
Y entonces, el clímax absoluto del viaje psicodélico: el show “O” del Cirque du Soleil.
Ya de por sí es un espectáculo rarísimo, con una historia imposible de entender aún sobrio. El escenario es una maravilla de ingeniería: el piso se convierte en alberca, luego se eleva y se vuelve piso otra vez, y luego… ¿otra vez agua?
Desde mi perspectiva psicotrópica, eso no era ingeniería. ¡Era magia negra! ¡EL SUELO CAMBIABA DE ESTADO FÍSICO! Yo solo me aferraba al asiento, rezando para no ser absorbido por el inframundo acuático.
Quisiera contarles aún más de las perversiones y locuras de ese viaje maravilloso, pero, para bien o para mal, se hizo un pacto de discreción. Y como ustedes bien saben:
Lo que pasa en Las Vegas…
se queda en Las Vegas.