Una de las pretensiones de mayor peso en el análisis de la problemática internacional, es la de identificar los escenarios más probables en el corto, mediano y largo plazo.
Esta es una tarea que emprendimos en la prognosis internacional y que nos animaba a identificar los factores y variables que tenían mayor presencia y determinaban el curso de los acontecimientos.
En consecuencia, generábamos las herramientas analíticas que nos permitirían evaluar las condiciones del futuro inmediato y mediato.
Sin embargo, en los tiempos actuales esta labor se vuelve prácticamente imposible, pues los actores que tienen el protagonismo y el aparato mediático a su servicio se han empeñado en tomar decisiones espontáneas en aparente respuesta a su estado emocional y a sabiendas de que concentran tal cantidad de poder que hacen factibles sus deseos más profundos, por disparatados que éstos sean.
Y sí, esa es la tendencia que Donald Trump ha impuesto a su labor presidencial y que a todos nos tiene al filo de la butaca.
El ejercicio del poder absoluto enferma al que así lo hace. Tiene actitudes monárquicas y asume que todos, absolutamente todos, deben obedecer sus órdenes ejecutivas en el plano interno, o a sus decisiones en el ámbito internacional. Esto es, decide en qué momento inicia un conflicto, determina quién tiene la razón, y exige acordar la paz, siempre y cuando se asuman sus criterios y sus tiempos.
La estrategia tiene tintes “aleatorios”, pues al no tener certeza de qué es lo que viene, se mantiene tal nivel de incertidumbre, que hacen imprevisibles las acciones que estarán en curso y, por lo tanto, se genera un estado de alerta permanente que impide tener respuestas certeras, meditadas y consensadas. Estamos en un juego de Ping Pong con ráfagas que sólo pueden tener respuestas prácticamente instintivas.
Ser extremista e imprevisible le da al líder con actitudes monárquicas de una “democracia formal”, la posibilidad de obtener concesiones inimaginables, pues es tal el temor que sus interlocutores tienen de que reaccione violentamente, que le abren espacios a sus objetivos. No es extraño, entonces, que la actuación de Donald Trump se catalogue como un “liderazgo disruptivo”.
Seamos claros, en condiciones aparentemente “favorables” para este tipo de liderazgos, la impredecibilidad puede ser ventajosa; sin embargo, puede ser un problema cuando se vuelve norma; si lo que se tenía calculado falla, lo más probable es que se generen consecuencias irreparables que deriven en una caída de los mercados financieros; en una crisis energética o en conflictos bélicos que no se puedan resolver en lo inmediato; no debemos perder de vista la confrontación entre Israel e Irán que, al decir del presidente norteamericano, han acordado el cese de hostilidades, sin resolver la problemática de fondo que mantienen ambos países.
Generar incertidumbre, no mostrar abiertamente las intenciones y “esconder el as bajo la manga”, son actitudes frecuentes en el actual tablero mundial. Con este tipo de líderes que asumen un poder absoluto podemos esperar todo y nada a la vez. Los resultados pueden ser extremadamente negativos; si en el mediano o largo plazo no se atienden las causas profundas de la conflictividad internacional y sólo se aplica maquillaje para ocultar las heridas profundas que se mantienen actualmente en las relaciones internacionales, se corre un riesgo enorme de crisis y caos generalizado.
Es claro observar que las instituciones que mantenían cierto equilibrio en la correlación de fuerzas están superadas, pues el Derecho Internacional es ignorado y las normas de convivencia han quedado al margen. Esto nos revela una realidad clarísima: El ejercicio del poder está por encima de la normatividad jurídica.