La elección popular de integrantes del Poder Judicial de la Federación, celebrada el 1º de junio de 2025, representó un momento inédito en la historia política de México. Se trató del primer ejercicio en el que la ciudadanía eligió, de forma directa, a personas juzgadoras: desde ministras y ministros de la Suprema Corte, hasta juezas y jueces de Circuito. Esta reforma, aprobada en 2024, buscó abrir el sistema de justicia al escrutinio público y acercarlo a los principios de la participación democrática.
Desde una visión ciudadana comprometida con el fortalecimiento institucional y el Estado de derecho, el balance de esta experiencia debe ser mesurado y constructivo. Es necesario reconocer que la apertura democrática del Poder Judicial es, en sí misma, una apuesta valiente e innovadora. Sin embargo, como todo proceso inédito, esta elección enfrentó retos significativos que evidencian la necesidad de ajustar el modelo, sin por ello desecharlo.
El proceso electoral judicial se desarrolló en un contexto particularmente complejo. Por un lado, coincidió con las elecciones federales y locales, lo que implicó una jornada simultánea con múltiples boletas y distintos niveles de decisión. Por otro, la novedad del ejercicio se tradujo en la ausencia de antecedentes normativos y logísticos que facilitaran una implementación eficaz del nuevo modelo.
Uno de los principales desafíos fue la definición de los perfiles elegibles. De acuerdo con el decreto de reforma, las personas candidatas debían cumplir con requisitos constitucionales mínimos, como experiencia jurídica comprobada, independencia y trayectoria ética. No obstante, diversos actores —académicos, observadores electorales y organizaciones civiles— advirtieron que algunos perfiles propuestos no cumplían plenamente con dichos criterios. Si bien las comisiones de selección establecieron filtros normativos, la falta de un mecanismo técnico robusto para evaluar de forma integral la idoneidad de las y los aspirantes generó percepciones de parcialidad y politización.
Un aspecto especialmente relevante fue el cumplimiento del principio de paridad. A pesar de los avances en materia de igualdad sustantiva entre mujeres y hombres, este principio no se respetó plenamente en la integración de las listas judiciales. La escasa presencia de mujeres en candidaturas visibles y competitivas no solo contravino el espíritu del artículo 41 constitucional, sino que evidenció la necesidad urgente de establecer mecanismos claros y vinculantes que aseguren la paridad desde la postulación, tal como ocurre en las elecciones ordinarias. La paridad en México no debe ser una aspiración ni una simulación, sino una garantía que se cumpla tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo. Es decir, que las mujeres no solo aparezcan en las listas, sino que tengan posibilidades reales de ser electas.
Durante la jornada electoral también se reportaron incidentes relacionados con propaganda no autorizada —particularmente en forma de “acordeones” distribuidos en casillas— y la presencia de nombres en las boletas que ya habían sido invalidados por resoluciones jurisdiccionales previas. En algunos casos, esto derivó en votos nulos y en confusión ciudadana, afectando la equidad de la contienda. Aunque las autoridades electorales actuaron para esclarecer estas situaciones, la falta de previsión en los tiempos de resolución e impresión de boletas dejó valiosas lecciones sobre la necesaria coordinación interinstitucional para este tipo de elecciones.
Otro aspecto crítico fue el limitado conocimiento que la ciudadanía tuvo sobre las personas candidatas y el proceso electoral en general. Según encuestas realizadas por el INE y diversas casas de estudio, una proporción significativa del electorado desconocía quiénes aparecían en las boletas o en qué consistían los cargos que aspiraban a ocupar. La ausencia de campañas de información efectivas, con el tiempo suficiente para socializar esta elección novedosa, así como el escaso conocimiento de los perfiles y del modelo mismo, contribuyeron tanto a la confusión como a la baja participación ciudadana, que se registró en apenas un 13%.
A pesar de ello, es importante subrayar que alrededor de 13 millones de personas participaron en esta elección judicial, una cifra importante para un proceso sin precedentes. Aunque la participación fue menor a la de las elecciones presidenciales concurrentes, el hecho de que millones de personas hayan ejercido su derecho al voto para elegir jueces constituye un hito. Este dato revela que sí existe interés por incidir en las decisiones del sistema de justicia, pero también confirma que dicho interés debe ser alimentado con información accesible, oportuna y confiable.
En este sentido, las instituciones del Estado mexicano tienen una tarea estratégica: diseñar mecanismos pedagógicos, plataformas digitales, debates públicos y ejercicios de transparencia que permitan a la ciudadanía no solo conocer a fondo a quienes aspiran a impartir justicia, sino también entender los mecanismos que buscan ciudadanizar la justicia. Solo así, la participación dejará de ser un acto simbólico para convertirse en una decisión informada que fortalezca la legitimidad democrática del Poder Judicial. Resulta clave apoyar iniciativas como las del INE, bajo el lema “Conóceles, practica y ubica”.
Es comprensible que una reforma de esta magnitud genere tensiones, ajustes e incluso errores. Ningún sistema electoral nace terminado. La transición hacia una justicia más abierta exige tiempo, diálogo y disposición para corregir lo que no funciona. El sistema electoral mexicano, de hecho, es producto de múltiples aprendizajes acumulados a lo largo de décadas. Por ello, más que descalificar el proceso judicial electoral, lo útil es analizarlo desde una lógica de mejora continua.
Las instituciones electorales, como el INE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, jugaron un papel fundamental en la organización del proceso, garantizando condiciones mínimas de certeza, legalidad y equidad en un entorno político desafiante. No obstante, es evidente que deben fortalecerse las reglas de elegibilidad, los mecanismos de fiscalización, los principios de paridad de género y la estructura normativa que regule con mayor claridad este tipo de elecciones.
Desde el Poder Legislativo y el Ejecutivo corresponde revisar las bases legales de la elección judicial, evaluar si el modelo actual es sostenible y funcional, y proponer, en su caso, los ajustes necesarios para privilegiar la profesionalización, la autonomía y la legitimidad del Poder Judicial.
El proceso vivido no debe interpretarse como un fracaso, sino como el inicio de una conversación profunda —y bidireccional— sobre la manera en que concebimos la justicia en una sociedad democrática. Por primera vez, se rompió el monopolio de las élites políticas y jurídicas en la designación de jueces, y se abrió un espacio —aún imperfecto— para que la ciudadanía participe activamente en esa decisión.
Lo que sigue, a juicio de quien esto escribe, es consolidar ese espacio. Como ciudadanía, tenemos el derecho de exigir un sistema de justicia cercano, profesional y confiable. Pero también tenemos la responsabilidad de involucrarnos críticamente en su construcción. La elección judicial de 2025 fue un primer paso. Los siguientes dependerán de nuestra capacidad colectiva para aprender, corregir y avanzar.
Porque al final, una democracia no solo se mide por cuántas veces se vota, sino por la calidad de las decisiones que se toman desde ese voto. Y pocas decisiones son tan trascendentales como elegir a quienes tienen en sus manos la impartición de justicia.