Guillermo Fárber

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Nací en Mazatlán en 1951, a los tres años de edad.
Mi vocación, que obedezco rigurosamente, es la de aprendiz de todo y maestro de nada.
Tengo publicados 32 libros, de los cuales, con suma benevolencia y atenuada autocrítica, rescataría quizá dos o tres.

Escribo a diario en periódicos y revistas, y eso me divierte mucho, pero sé que no estoy haciendo lo que debería hacer: novelas, literatura seria. Eso me causa un sentimiento de culpa muy relativo: sé que si alguna cosa no necesita este mundo son libros nuevos, y que el pecado capital de esta época es producir libros innecesarios.

Milagrosamente, brincando de trabajo en trabajo, he podido vivir siempre dentro de los márgenes de ese delgado jamón social conocido como clase media. Ya me advirtió mi astróloga de cabecera: nunca serás rico y nunca serás pobre; nunca me faltará de comer, pero nunca me sobrará un centavo; ni opulencias ni miserias; esa espléndida aurea mediocritas de Horacio (que se la recomiendo con mucho cariño a su abuelita, por cierto). Estoy en la quinta de las siete edades que tiene el hombre: niñez (0 a 12), adolescencia (13 a 18), juventud (18 a 25), madurez (25 a 55), envejecencia (55 a 75), vejez (75 a 95) y ¡qué bien te ves! (horas extra).

He sobrevivido a pruebas de salud que, de habérmelas anunciado en mi infancia, tal vez me habrían llevado a un suicidio prematuro; pero que resultaron mucho menos temibles ya en la práctica (también se las deseo a la abuelita de Horacio, cariñosamente).

Desde hace 7 años voy en la tercera vuelta emocional, mejorando al siempre sensato doctor Johnson: el tercer matrimonio es el tenaz triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

Tiendo a pertenecer a la lamentable especie de los humoristas serios. Esto es, soy un incurable cobarde existencial (la mejor definición de humorista se la leí a Pitigrilli: un niño asustado que atraviesa la oscuridad chiflando para distraer su miedo).

Jamás salgo de casa sin llevar en el bolsillo una medalla grande, metálica, de Atenea, la diosa de la verdad. Y, dentro de los márgenes de mi sentimiento fundamental (el miedo), procuro ser fiel a ella.

Me parece estar entendiendo a estas alturas que la esencia más profunda del universo, descubierta por la física cuántica, ya la habían anticipado los taoístas en su noción de Tai- Chi, y el pueblo mexicano en su esquema conceptual totalizador del desmadre intrínseco.

En suma, soy exactamente como todo el resto de mis congéneres humanos: un ser irremediablemente equivocado de planeta. Tan, tan.

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