El poder judicial ha sido, usualmente, el menos estudiado de los tres poderes de gobierno durante los procesos de transición y consolidación democrática que se han registrado en diferentes países a partir de los años 80 y 90 del siglo pasado. Resulta, sin duda, preciso atender la necesidad de cambiar de raíz el sistema judicial en México, como democracia electoral en riesgo de desconsolidación. Hasta la fecha y a pesar de la reforma de 1994, los mexicanos recibimos un pobre y deficiente servicio del aparato judicial, considerando que sólo se soluciona apenas el 2% de los delitos denunciados ante el Ministerio Público Federal, Estatal o Municipal. Desde luego, cualquier sistema que solamente solucione una mínima fracción de los asuntos que debe atender, ha de ser sospechoso de ineficacia extrema y, por tanto, habríamos de considerar seriamente cambiar de plano o reformar dicho sistema a profundidad. Ante tal inoperancia, su continuidad, tal cual, representa una rémora notable para la consolidación de la democracia, tanto por sus efectos como por la omisión de las funciones que debiera realizar con mucha mayor prontitud y precisión.
En términos generales, se suele considerar que, si un político, dirigente o persona influyente logra nombrar a un juez o magistrado, éste último sentirá que le debe el favor y tenderá a emitir fallos favorables a esa persona cuando juzgue algún asunto de su interés personal o político. A lo largo de la historia, se observa que los dictadores y populistas suelen nombrar abogados amigos o allegados suyos en puestos clave dentro del poder judicial. Así, el dictador de República Dominicana, Rafael Leónidas Trujillo, exigía a los nuevos jueces de la Suprema Corte por él nombrados su carta de renuncia por anticipado, sin fecha para que el dictador pudiera emplearla en el momento que más le conviniese y así asegurarse que los magistrados decidieran los casos judiciales conforme a sus designios. Fujimori en Perú, empleaba una variante de este método para garantizar una Suprema Corte amigable a su gobierno cívico-militar: se limitaba a nombrar a los jueces de manera provisional, y así, cuando alguno resultaba incómodo por su independencia respecto de los deseos del mismo Fujimori o de su hombre fuerte, Montesinos, bastaba con cesarlo de sus funciones “temporales” y nombrar a otro juez, de manera temporal también. Tal variante ha sido aplicada de manera sistemática en Venezuela. Otros métodos más sutiles para sustituir a los jueces que resultan incómodos para el poder Ejecutivo se suelen registrar en casi todas las democracias poco consolidadas: desde destituir a toda la Suprema Corte con el pretexto de estar llevando a cabo una reforma que la reestructure por completo, hasta promover a magistrados y jueces a puestos políticos fuera de la corte (gubernaturas o procuradurías), como si no fuera suficientemente importante la labor que realizan en el máximo tribunal de su país.
También se observan maniobras que limitan la capacidad y la independencia de los jueces y magistrados cuando se les reducen sus salarios o se afectan sus planes de retiro. Una variante interesante a estas afectaciones patrimoniales a los jueces, con el fin de asegurar su afinidad con ciertas medidas del gobierno en turno, la instrumentó Vicente Fox en México, al procurar ingresos desproporcionados a los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con la intencionalidad evidente de darles mucho qué perder si insistían en fallar en contra de su gobierno.
Desde luego, no todos los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación respondieron a la lógica de Vicente Fox en todos los casos, como efecto de los súper-sueldos percibidos mientras estuvieron en funciones pero, sin duda, fue un factor que pudo limitar la combatividad de la Corte ante el Ejecutivo. Actualmente en México, este tema puede resultar paradójicamente en un fortalecimiento de la capacidad del Poder Judicial para crear contrapesos al Poder Ejecutivo, así sea por una razón tan mezquina como oponerse a la reducción de sus percepciones salariales.
Al observar a las democracias avanzadas, se observa una constante actual: todas tienen un poder judicial independiente. Por ejemplo, la misma Inglaterra pasó un acta en 1701 en la cual el Rey Jacobo I reconoció y se comprometió a respetar la inamovilidad de los jueces. De entonces a la fecha, los jueces ingleses han gozado de nombramientos de por vida y eso ha impactado positivamente en la independencia de la rama judicial, adscrita a la Cámara de los Lores. Lo mismo puede decirse de la Suprema Corte de los Estados Unidos de América, integrada por nueve ministros que han sido inamovibles en sus cargos. Solamente en una ocasión, durante el gobierno de Franklin D. Roosevelt (1932-1945) se planteó la posibilidad de ampliar el número de miembros de la Corte, con el fin de reestructurarla y nombrar a jueces menos conservadores a los existentes, ante las necesidades de reforma que planteaba el New Deal. Con todo y la constante frustración de Roosevelt cuando la Suprema Corte fallaba en contra de sus iniciativas de tipo económico y social, la reforma al poder judicial no se concretó y, con ello, se preservó la independencia del poder judicial en el vecino país del norte.
En el fondo de las causas, el Poder Judicial resulta clave para asegurar una democracia de calidad, pues a pesar de no ser un órgano electo, es el que vigila la aplicación de la ley y la constitucionalidad de la misma. A diferencia del Poder Ejecutivo, que controla los medios de coerción social y pone en práctica los programas y las políticas públicas, o del Legislativo, quien aprueba los recursos presupuestales, el Poder Judicial no cuenta con más recursos de poder que su solo juicio. De ahí la necesidad imperiosa de revestir de un prestigio que por hoy carece en el caso de México. Al mismo tiempo, con un Congreso controlado por un solo partido, el único contrapeso que queda es el de la Suprema Corte, que se encuentra por ello amenazada tanto para expresar su opinión crítica en contra del Ejecutivo, y a más largo plazo, por la espada de Damocles de la creación de un Tribunal Constitucional que le arrebate el poder de revisión constitucional. Es de desear que tal cosa no ocurra, por el bien de la democracia en México a pesar de las limitaciones que sigue mostrando la estructura operativa de nuestro Poder Judicial, que hoy por hoy es lo único que nos separa de las dictaduras populistas tan recurrentes en la historia reciente de América Latina.