A las mujeres se nos piensa respecto a un hombre: eres novia de alguien, hija de alguien; hermana o esposa de alguien. Con eso basta para entenderte, para crearse una impresión de ti, a través de otros. Cuando te casas, pasas de la tutela de tu padre a la de tu esposo. Ellos te van a proteger. No es bien visto que vivas sola, por cierto. Parece que se estropea la línea de custodia.
No diré que fue mi caso -reconozco el privilegio de tener la madre y las abuelas que me tocaron-, pero recuerdo que todas mis amigas querían casarse y tener hijos. Era una especie de constante, independiente de otros planes, como definir la ciudad en la que querías vivir o la carrera que querías estudiar.
El matrimonio también es exigido a los hombres, pero en su caso no constituye la parte central de sus planes. Ellos tienen permitido experimentar y tener algo más de diversión, antes de comprometerse con alguien. Además, siempre pueden tener su “catedral” y sus “capillitas”. De hecho, cuando era niña con frecuencia escuchaba que a cada hombre le “tocaban” siete mujeres. Nunca entendí la lógica demográfica de esa afirmación: la proporción de mujeres y hombres, ni en tiempos de guerra, se acerca 7 a 1.
Entonces, mientras que para los hombres no es tan definitivo elegir a una esposa, para las mujeres, en cambio, significa elegir una “cruz” grande o pequeña; pero siempre demanda que carguemos un peso adicional. Afortunadamente, tampoco fue mi caso, porque a corta edad decidí que no me casaría y no llevaría la cruz de nadie. Sin la presión de buscar marido, tuve la fortuna de encontrarme con un hombre que quiso ser compañero; no tutor, ni guía ni patrón.
Pero, como todas las mujeres, he enfrentado distintos tipos de violencia, especialmente porque elegí como arena profesional, la vida pública. Desde muy joven, escuché rumores sobre la razón por la que, a mi edad, había logrado ese puesto o ese reconocimiento. ¿Qué hombre estaría detrás de eso? Me acostumbré a ignorar las insidias; aunque sería más correcto decir que las normalicé; las entendí como parte del costo que debía pagar por incursionar en un terreno de hombres. “Era mi cruz” dirían las abuelas, que finalmente se hacía presente, no en mi vida personal, pero sí en la laboral.
En muchas ocasiones cuando participaba en debates políticos, no faltaba el “listo” que quería desacreditar mis argumentos aludiendo a desequilibrios hormonales. Y otros que desesperaban y trataban de mandarme a mi casa a zurcir o a cocinar.
En México, de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (2016), dos de cada tres mujeres mayores de 15 años han sufrido al menos un incidente de violencia emocional, económica, física, sexual o de discriminación a lo largo de su vida. En particular, la violencia física se incrementó entre 2006 y 2011.
Esto tiene que parar. No podemos seguir justificando la discriminación y los malos tratos. No es un tema doméstico. Dejar la basura debajo de la alfombra, no puede seguir siendo la política pública contra la violencia de género. No.
Por eso voy a apoyar la marcha del 8 de marzo y el paro #UnDíaSinNosotras, el día posterior. Es necesario que, con nuestra ausencia, se muestren nuestros aportes y se valoren. Sin ello, no habrá respeto ni equidad.
Es cierto que algunos le han encontrado trazos políticos a este movimiento; y sí, podemos ver feministas recién conversos que utilizan nuestros argumentos para atacar a un gobierno o a un político. Eso también es violencia. Pero, con todo y su avaricia, no lograrán detener un reclamo que trasciende a la política y se coloca en lo social. El movimiento es nuestro, de las mujeres que hemos luchado por cambiar el estado de cosas. Y seguimos.