“El Estado es simplemente la pretensión moderna,
un escudo, una fantasía, un concepto.
En realidad, el antiguo dios de la guerra
sostiene el cuchillo de sacrificio,
porque es en la guerra donde se sacrifican las ovejas…
Entonces, en lugar de representantes humanos
o un ser divino personal, ahora tenemos
los dioses oscuros del Estado … Los viejos dioses
están llegando a la vida de nuevo en un momento
en que deberían haber sido reemplazados
hace mucho tiempo, y nadie puede verlo”.
(El Zarathustra de Nietzsche, Carl Jung)
Vivimos en una época en la que la ciencia y la tecnología han contribuido a disminuir nuestro sufrimiento físico notablemente, pero no podemos decir lo mismo sobre nuestro sufrimiento psicológico. Esto es aún más evidente ante una contingencia global como la generada por el Covid-19.
Mientras, nuestra vida como especie se prolonga cada vez más y muchas enfermedades que tradicionalmente afectaban a los humanos han sido erradicadas, nuestro predicamento existencial permanece inmutable.
A lo largo de la historia del Hombre, el sentido de la vida se encontró a través de los mitos. Sin embargo, de acuerdo con Frederick Nietzsche y Carl Jung, la sociedad occidental actual tiene, desde hace tiempo, una desventaja a este respecto. Según ambos autores, la decadencia del cristianismo ha sumergido a occidente en un periodo sin mitos.
El problema de la falta de un mito se agudiza con los avances en la ciencia y la tecnología, que, de hecho, dificultan los cuestionamientos existenciales, aumentando nuestra propensión al sufrimiento psicológico.
Los mitos ayudan a sobrellevar la carga existencial y aliviar el sufrimiento psicológico, son narraciones que transmiten, formas de actuación, patrones de acción y formas de experimentar el mundo que promueven un desarrollo psicológico sano y una vida con significado.
El mito, encarna la sabiduría de las generaciones anteriores, ofreciendo soluciones a nuestro dilema existencial, a la vez que nos une en una cultura bajo una visión compartida.
Pero, aún y cuando una sociedad pierde el mito, no abandona la necesidad de contar historias acerca de sus vidas. Esto es tan importante para los humanos, que lo hacemos con o sin su ayuda. Enfatizamos ciertos eventos pasados, negamos o minimizamos otros, incluso fabricamos elementos para darle sentido al quienes somos y hacia dónde vamos. Cuando los horizontes de una sociedad se encuentran circundados por un aro de mitos, se facilitan los medios para construir una historia de vida que promueva un sano desarrollo psicológico.
Un símbolo, de acuerdo con R.H. Ettinger, es una imagen o representación que apunta hacia algo desconocido, un misterio. No todos los mitos tienen el mismo valor, ni son apropiados para los diferentes momentos de la historia de la humanidad. Algunos reflejan la lucha de hombres y mujeres en diferentes épocas, proporcionando paquetes de símbolos adecuados para lidiar con su dilema existencial.
El mito se abandona cuando el símbolo se aleja de éste, cuando deja de sustentarlo, ya que el símbolo no es una verdad externa, sino un fundamento psicológico, un puente hacia lo mejor de la humanidad.
Sin un mito que nos ayude a esbozar sentido a la vida, uniéndonos en una cultura, muchas personas se adhieren a movimientos ideológico – políticos. Estas ideologías, con sus propios símbolos y ritos, les permiten a aquellos que los siguen sentir que están contribuyendo a algo más grande que ellos mismos.
En México millones de personas creyeron haber encontrado no solo la esperanza, sino ese sentido de trascendencia en su vida en una figura mítica que representa al Estado.
Ese Estado, que al igual que muchos otros alrededor del Mundo, privilegió la estrategia política, a la científica. Decidió mantener sus intereses permanentes sobre el bienestar de sus ciudadanos.
El culto al Estado y sus símbolos, en cualquiera de sus formas, es la adoración de un ídolo falso. Los ideólogos políticos pueden ayudar a sus seguidores aligerando un poco su carga existencia, pero no deja de ser un reemplazo inadecuado del mito ya que no promueve un desarrollo sano de la personalidad. De hecho, promueve al colectivo sobre el valor del individuo.
La evidencia histórica demuestra que el culto al Estado nunca ha producido unión cultural, sino división, conflicto y muertes. Esta estructura se sostiene en una dualidad relativista, la clásica visión de Marx perpetrador-victima. Los sucesos se dividen en opuestos, y la consecuente culpabilidad puede ser dirigida hacia el interior como culpa o remordimiento, o proyectada hacia el exterior como odio y paranoia.
En virtud de una posición arbitraria, las personas, sin darse cuenta, se convierten en su propia víctima. Si odia, se siente inconscientemente culpable por violar la verdad y puede reprimir la culpa acumulada, lo que añade más energía al odio proyectado.
Una revisión rápida sobre la historia de la civilización revela como grandes multitudes han caído y muerto como consecuencia directa de la incapacidad de la mente humana para discernir la verdad de la falsedad. Millones de personas, países enteros, e incluso generaciones de ciudadanos han sido repetidamente devastados por falsas creencias, ilusiones, ideas delirantes, y la incapacidad de reconocer la falta de integridad en sus líderes. Si a la culpa agregamos el ingrediente del miedo, que es una limitación al desarrollo de las habilidades de adaptación, tenemos un coctel letal.
México enfrenta al Covid-19 en una situación sumamente frágil en lo económico, político y social. Nuestros mitos nacionales se agotaron hace tiempo y el culto al Estado a través de su principal símbolo se desfigura ante una situación que requiere ir más allá de ideologías y arengas políticas.