A 10 días de las PASO, sabemos que estas serán una gran encuesta -sin errores muestrales – que, para tranquilidad de quienes dudan, no será “intervenida” por encuestador alguno y sí pagada por los ciudadanos. Se confirmarán las fórmulas allí donde corresponda, pero, sobre todo, mostrará cuáles de ellas están mejor posicionadas para competir el 27 de octubre. Ello permitirá calibrar las estrategias de las diferentes fuerzas políticas, que buscarán fortalecer el vínculo con sus simpatizantes y, sobre todo, captar al votante que se resiste a aceptar las opciones que brinda una polarización extrema.
Cerca del 80% de los votantes se divide hoy entre quienes apoyan la continuidad del gobierno de Macri y quienes la rechazan. Tres de cada cuatro de quienes la apoyan, deploran a Cristina Kirchner y, especularmente, lo mismo sucede entre quienes desaprueban la gestión de Cambiemos.
Lo paradojal es que ambos candidatos recogen el mayor nivel de imagen negativa de la oferta política. Otra evidencia de que la política nacional sigue careciendo de mecanismos capaces de producir consensos.
Es más, independientemente de las causas y la evolución plausible de la llamada “grieta” (socioeconómica, ideológica, histórica, etc.) ella pareciera ser funcional al sistema de orientaciones y valoraciones políticas de buena parte de los argentinos.
¿Será éste el modelo de democracia que ofrece la “era líquida” que describe Zygmunt Bauman o la “ficcionalidad de la política” que anunciaba Baudrillard?
Los viejos partidos de cuadros, plataformas y principios van dando lugar a dirigentes que rechazan ser víctimas de un encuadre ideológico donde el pragmatismo domina sobre los principios y atender los deseos de la gente sustituye las visiones y decisiones estratégicas de largo plazo; es decir, la política.
¿Será eso la “nueva política”? ¿Discursos emocionales vaciados de contenido, sin liderazgos que marquen un horizonte de largo plazo y el rumbo elegido para concretarlo, apuntando sólo a satisfacer fantasías difíciles de alcanzar? Lo que verdaderamente asombra de la campaña en curso es que la mentira y la elusión se han hecho parte del paisaje y la reacción frente a ella es casi nula.
Ese juego de mentira y elusión se ha naturalizado, al punto de vaciar el sentido de la palabra. Hablar con la verdad parece ser menos una obligación moral que un acuerdo tácito de mutua parte.
Ciertamente, estamos pobres de un ejercicio obligado de rendición de cuentas. “Es lo que hay” escuchamos frecuentemente en los diálogos cotidianos. Una frase que desespera por conservadora, pero mucho más por acomodaticia y por complaciente.
Ya a principios de la segunda década del siglo pasado, Ortega y Gasset llamaba “futurismo concreto del cada cual” a esa característica del ser argentino cuando piensa el futuro del país menos como un proyecto colectivo que uno en el que cada cual vive sus propias ilusiones como la única realidad posible. Vender y comprar ilusiones es parte de un juego en que el temor a la frustración y el ocultamiento de la baja autoestima soslayan frecuentemente el mandato del “no mentirás” como dispositivo de nuestra estrategia de sobrevivencia.
Cristina Kirchner es hoy -quizá por sus atributos histriónicos y su estilo discursivo- quien más evidencia aporta sobre esa disociación perceptiva de la realidad, pero no es única en el escenario de la política actual.
No son pocos los que expresan en las encuestas que quieren salir de una sociedad escindida entre el oficialismo y la oposición extrema. Sin embargo, el “camino del medio” que logró plasmarse para estas elecciones no alcanzó el volumen deseado.
El escepticismo ha ganado la calle, la emocionalidad sobre la capacidad de diálogo y el debate racional sobre propuestas. Mientras los candidatos despliegan una parafernalia de instrumentos técnicos y gestualidades pautadas buscando sumar adhesiones, la población siente que dejan por fuera el debate sobre cómo resolver los temas pendientes para salir de ocho años de estancamiento económico y más de siete décadas de sistemática decadencia.
¿Quién, más allá del título, oyó hablar a algún político de qué hacer con el 30% de jóvenes del estrato bajo que no estudian ni trabajan?
¿Cómo superar la pobreza estructural que lleva décadas sin ser reducida a menos del 20/25%, o cómo combatir la corrupción, el avance del narcotráfico en el sistema político, el consumo de drogas, mejorar la educación o la salud pública?
Sí, oímos mucho de lo que cada orilla de la grieta dice que no hizo quien está del otro lado y muy poco del cómo se propone resolverlos. La política se comporta así, más como una suma de confirmación de conjeturas y prejuicios y menos como una discusión racional de propuestas innovadoras para enfrentarlos.
Estamos hoy ante un nuevo ciclo de renovación de expectativas. Un ritual que se viene repitiendo cada cuatro años desde el retorno de la democracia: altas expectativas de cambio- decepción- rechazo- búsqueda ilusionada de una nueva alternativa.
Ello está horadando lentamente el nivel de confianza sobre la democracia y las expectativas sobre el futuro del país en términos de progreso económico, institucionalidad y construcción de capital social, condiciones claves para iniciar el camino de un desarrollo sustentable.
Estamos, como diría Albert Hirchman, atrapados en esa patología social que describía como “fracasomanía”, alimentando con la decepción de cada fin de ciclo la profecía autocumplida de ser un país sin futuro más que “condenado al éxito” (Eduardo Duhalde dixit)?
¿Será posible esta vez salir del estado de estancamiento crónico que padecemos? En verdad no parece posible que semejante tarea sea realizable en solitario, cualquiera sea el sector político que asuma tendrá como desafío el erigir una dirigencia capaz de dar una salto cualitativo en su modalidad de construir poder político para la gobernanza.