Hubo un tiempo en que la política exterior era motivo de orgullo para los mexicanos. Los principios de política exterior guiaron el actuar de la representación de la nación en el extranjero, especialmente en tiempos del poderío estadounidense que fue creciendo durante el siglo XX, y se consolidó después de la Segunda Guerra Mundial. Durante la Guerra Fría, México debió construir una política exterior que le permitiera forjar un prestigio diplomático, como única fuente de poder asequible dadas las condiciones limitadas para ser una potencia militar o económica. Así, ante la opción de ser simplemente comparsa o patiño de las decisiones tomadas en Washington, México se apartó de esa tendencia y forjó una política exterior de independencia relativa, con gran habilidad diplomática y apego a los principios de: igualdad jurídica de los estados, no intervención en los asuntos internos de otros estados, autodeterminación de los pueblos, resolución pacífica de los conflictos, desarme y cooperación para el desarrollo.
De esta forma, la política exterior mexicana se distinguió por ser pacifista sin ser necesariamente pasiva. Los conflictos o tensiones con los Estados Unidos durante la expropiación petrolera (1938), la Revolución Cubana (1959 a 1964) y el conflicto centroamericano (1979-1991), así lo avalan. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) desde 1994 coincidió con un periodo de menores diferencias o de intereses compartidos con los Estados Unidos, pero incluso en esta etapa se observa una defensa autónoma del interés nacional. Por ejemplo, de manera reciente, la posición de México en diversos foros multilaterales que aceptan la participación de la Autoridad Nacional Palestina en sus sesiones, se ha desarrollado en forma contraria a la postura de Washington, lo cual refleja que México no tiene una política exterior de alineación automática con su poderoso vecino del norte, sino que la realiza en forma razonada de acuerdo con su propio interés nacional.
Ser vecinos de la primer potencia mundial siempre ha sido considerado una gran oportunidad por los flujos comerciales y las inversiones que pueden atraerse desde el otro lado de la frontera. Pero tal cercanía tiene también sus inconvenientes, especialmente cuando la potencia aplica presión para su vecino del sur se realice tal o cual acción, vote de tal o cual forma en los foros internacionales, o se pliegue a sus condiciones que pueden variar enormemente, por cierto, dependiendo la orientación política del gobierno estadounidense en turno. Las opciones para México en esas circunstancias han sido el parroquialismo, plegarse a los deseos de esa nación, la independencia relativa –por la que se decantó–, o la confrontación.
Desde luego, el enfrentamiento ciego con la primer potencia mundial no es una opción inteligente. Pero tampoco debe serlo cumplir estrictamente con lo que dicte el país vecino del norte, sin hacer una consideración puntillosa y exhaustiva de los costos que implica, para ambos países, la interdependencia compleja que se teje en sus relaciones cotidianas. A decir de Jeffrey Davidow, ex embajador de los Estados Unidos en México, la relación entre ambos países se asemeja a la que podría tener un oso con un puercoespín: sí, el oso en su soberbia o descuido puede pisar al puercoespín, pero lo haría a costa de su propia integridad, si se considera el muy grave dolor que le producirían las espinas del pequeño e irritable animal.
Tristemente, en el más reciente episodio de una larga serie de negociaciones entre México y los Estados Unidos, el “puercoespín” simplemente perdió su otrora combatividad. Washington aplicó la vieja fórmula trumpiana de amenazar con imponer aranceles a todos los productos mexicanos, en contra de las reglas del TLCAN aún vigente, o la versión renovada del T-MEC, aún pendiente de ratificar por todas las partes, e incluso en contra de las reglas de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Además, el Senado de la República publicó un documento que muestra todas las afectaciones que tendría la economía de los Estados Unidos en caso de aplicar aranceles progresivos a las importaciones mexicanas, llegando a la conclusión de que las pérdidas podrían representar hasta 100 mil millones de dólares al año para la economía de la Unión Americana.
Lejos de negociar con base en tales costos para la potencia del norte, y de aplicar el principio de negociación de mantener la aplicación de aranceles al ámbito comercial, México aceptó la presión de Washington, quien alardeó con seguir adelante a menos que se iniciara una política migratoria de contención del creciente flujo de centroamericanos a los Estados Unidos. Por cierto, ese flujo fue motivado por la misma potencia estadounidense al eliminar el TPS (Estatus de Protección Temporal) para los centroamericanos afectados por el Huracán Mitch, vigente desde 2005. Como buen nativista, ignorante de la dinámica propia que adquieren los flujos migratorios, Donald Trump desconoce que una vez iniciada una corriente migratoria, es muy difícil pararla en seco, así se construyan muros o se les ponga enfrente al mismo Ejército. Así que la migración de tránsito continua, pero ahora nuestro gobierno se plegó a los deseos de Trump al destinar a la Guardia Nacional la ingrata tarea de contener el flujo de migrantes centroamericanos en la misma frontera con Guatemala.
Para seguir con la metáfora del oso y el puercoespín, el oso se irritó y gruño, pero en esta ocasión, el puercoespín, lejos de mostrarse combativo como antes, simplemente se arrinconó, bajo la cabeza, guardó sus púas y obedeció sin chistar al temible oso. En el fondo de las causas, la política exterior mexicana dejó de ser independiente, con sus límites por supuesto, para ser simplemente servil. Sin duda, la política migratoria mexicana es parte de su política exterior, puesto que las consecuencias pueden irritar o complacer al vecino país del norte. Pero hoy por hoy, México prefiere complacer a Trump, que hace valer sus principios y respetar los derechos humanos de los migrantes de paso por su territorio. Como bien lo ha dicho el director general de Migración Colombia, Christian Kruger, poner barreras a la migración sólo propicia la irregularidad. Y se puede agregar que también resulta en una mayor recurrencia de violaciones a derechos humanos de los migrantes, así como en el mayor e innecesario sufrimiento de los migrantes, e incluso la pérdida de vidas humanas en el intento por cruzar hacia mejores oportunidades de vida en una dimensión socioeconómica y cultural distinta a la propia.