La hora más amarga en la vida de Enrique Peña Nieto transcurrió el sábado anterior, cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador lo exhibió públicamente ante cerca de trece millones de televidentes —más los que vieron el cambio de poderes vía internet—en el mismísimo Palacio Legislativo de San Lázaro.
Peña Nieto venía de entregar la banda presidencial a Porfirio Muñoz Ledo —antes de que éste tuviera un ataque brutal de zalamería hacia el nuevo presidente—, lo que es doloroso por naturaleza.
Entregar en una tela bordada el corpus de un sexenio no es cosa fácil, pues en ella viajan el status de Señor Presidente, el olor de Palacio Nacional, las noches de gloria en Los Pinos y la parafernalia del poder omnímodo y brutal.
Peña Nieto, pues, venía de entregar la banda bordada con hilo de oro y de desearle éxito al nuevo presidente. Tomó asiento entre Muñoz Ledo y Martí Batres. Se acomodó la corbata. Miró a quienes lo veían, curiosos, desde las curules y las galerías. Respiró profundamente. Y escuchó las primeras palabras de López Obrador que lo llenaban de elogios.
Sonrió como sonreían los Césares romanos. Qué envidia. Quién iba a imaginar que un presidente como AMLO lo llenaría de flores en lugar de bañarlo en lodo y estiércol. No imaginó lo que vendría después.
El presidente nacido en un lugar de Tabasco se le fue encima con todo lo que eso significa: corrupto, sinvergüenza, mafioso, inepto, farsante, mentiroso, engañabobos. Ni una canción de Lupita D´Alessio o Paquita la del Barrio hubiera sonado tan brutal.
Peña, lejos ya del fuero que da la Presidencia, entrecerraba los ojos, se frotaba las manos, se limpiaba el sudor. También se hundía en la curul que todos miraban con ojos que iban de la lástima a la celebración. López Obrador sólo tuvo para él una cortesía: no lo mencionó de nombre durante esa quema de brujas. Las referencias se limitaron a “el presidente anterior” o “los presidentes anteriores”. O “los pillos que estuvieron en la Presidencia”. O “los corruptos”, “los ineptos”, “los sinvergüenzas”.
Esa clínica de odio terminó una hora después, cuando el presidente empezó a hablar de otros actores. Peña respiró profundo, se acomodó la corbata, soltó una sonrisita y saludó a alguien de lejos.
Su salida fue veloz. Salió entre piernas. Casi corriendo. Sin ver a nadie. “¡Sáquenme de aquí!”, parecía decirles a los pocos priistas que lo echaron por una puerta lateral.
El fin de una época gloriosa es el principio de un infierno. Peña Nieto ya vive en él.