Un tema que ha estado ganando terreno en la agenda académica pero también en la de los medios de comunicación, es el relacionado con las tendencias evolutivas de la democracia actual: ¿Estamos asistiendo a cambios sustantivos en eso que llamamos democracia? ¿Son esos cambios tales que pueden llegar a minar sus principios básicos y, por añadidura, tanto su naturaleza como su sustentabilidad política?
Recapitulemos un poco. A finales de los años 70 en Europa meridional y a comienzos de los 80 en América Latina, tuvo lugar una gran ola de democratización que abarcó numerosos países.
Ese proceso, revisado por diferentes trabajos académicos (entre otros, Samuel Huntington “La Tercera Ola”), estaba fuertemente inclinado sobre temas de carácter institucional que, a grandes rasgos, se correspondían con las preocupaciones fundamentales de los líderes políticos de esa etapa, embarcados en la tarea de restaurar instituciones heredadas de los gobiernos autoritarios.
Hasta cierto punto, el tono y el enfoque de aquellos trabajos solían pasar por alto los desafíos económicos o sociales de naturaleza más bien estructural que enfrentaban estas nuevas democracias, para profundizar en el papel de las instituciones, las elites (la militar entre ellas) y la conducta de los electorados.
Ya entrados los años 90, la democratización fue puesta en conexión con otro problema de índole diferente: ¿Cómo reformar economías que se exhibían incapaces de generar prosperidad y, al mismo tiempo, manejar unos Estados aquejados por problemas crónicos de viabilidad fiscal e ineficiencia administrativa? Es el momento donde las preocupaciones por la democratización ceden terreno -como eje conceptual- a favor de las llamadas reformas orientadas al mercado. El paradigma había cambiado desde el eje de la política a un eje centrado en la economía.
Finalmente, el carácter incompleto de aquellas reformas de los 90 trajo a escena un nuevo proceso social y político que, a falta de una mejor forma de resumirlo, podríamos designar como la emergencia de un nuevo populismo, encarnado –para el caso de América Latina- en las figuras de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua, el matrimonio Kirchner en Argentina o Rafael Correa en Ecuador. Ahora el tema no era la estabilidad política (como en los 80) o la eficiencia económica (como en los 90) sino el tema era la inclusión social.
Hoy pareciera estar teniendo lugar un nuevo punto de inflexión en la región: los electorados le empiezan a dar la espalda (allí donde ello ha sido posible como en Argentina, Brasil o Chile, aunque no en países como Bolivia o Ecuador o, más improbablemente Venezuela) a esos procesos populistas sin que, a la vez, se pueda pensar en una vuelta atrás en los términos de los 80´o 90.
Es altamente inestable el escenario y, de hecho, varios de los actores de este período conservan aún una influencia política visible, ya sea por el apoyo popular que mantienen (Ecuador, Bolivia, Nicaragua) o por la fuerza (Venezuela).
Al mismo tiempo, hemos llegado a una situación que requiere poner todo lo que hemos sintetizado hasta aquí bajo una nueva luz. Lo que parecía ser un problema acotado a América Latina es uno de carácter global. Es decir, es menos un problema de las “nuevas democracias” que uno de carácter más universal. La pregunta que surge entonces es: ¿Sobre qué bases institucionales y sobre qué tipo de dispositivos gestionarios o modelos de liderazgo se sostendrán estos nuevos “gobiernos democráticos” de aquí en más?
Hoy, a la distancia, los análisis de Samuel Huntington (“nuevas democracias”) o Fukuyama (“fin de la historia y triunfo de la democracia liberal”) en los que se sostenía que estábamos asistiendo a una tercera ola de expansión de democratización irreversible y sin rivales de peso a la vista, distan de ser evidentes. Aquí y allá surgen quejas sobre la “declinación de la cultura democrática”, la erosión de la “cultura cívica”, y la decadencia de los liderazgos políticos.
Las explicaciones varían. Desde aquellas que apuntan a las contradicciones y a la creciente incapacidad del capitalismo para neutralizar las tensiones entre la globalización, el impacto del cambio tecnológico y las mejoras en la productividad sobre el desempleo, hasta aquellas que focalizan en el crecimiento exponencial de las asimetrías sociales y la concentración económica, aún en etapas de visible expansión económica.
Sin duda, las democracias occidentales están pasando por un momento oscuro, algo que pareciera haberse profundizado luego de la crisis de la sub-prime de 2008 y la débil recuperación que han tenido los países desde entonces. La creciente desigualdad a nivel mundial, la sensación de que los gobiernos no pueden garantizar la seguridad de sus ciudadanos, ha llevado al desencanto, a la pérdida de las esperanzas y a la desconfianza en las democracias liberales, un fenómeno agudo en varios países de Europa, pero que también se replica en USA y otros países del mundo.
La expansión de los populismos en Europa muestra a Polonia y Hungría con gobiernos donde las tendencias autoritarias tienden a cristalizarse. Los ejemplos son cada vez más alarmantes. En Francia, la líder del otrora marginal Frente Nacional, Marine Le Pen crece en las encuestas, elección tras elección (aunque ello no le ha alcanzado esta vez para hacerse del poder). En USA, Donald Trump ha logrado ganar manipulando hábilmente el descontento creciente en Estados Unidos. En España y Grecia, movimientos y partidos nuevos se manifiestan contra el orden establecido.
Frente a este panorama tal vez valga recordar a un pensador como Zygmunt Bauman quien sostenía que “ya huérfana del aval de cualquier dios, el Estado moderno sustentó su legitimidad en la promesa de ofrecer seguridad a la población sometida a su autoridad”. Esa era la cláusula N°1 del contrato social implícito y que la crisis mundial está haciendo papel mojado cada instante que pasa. Es que, las instituciones políticas existentes creadas para proteger a los ciudadanos son –en la percepción colectiva-, en extremo ineficientes para responder al aumento del desempleo, la criminalidad, la violencia y el crecimiento del narcotráfico y el terrorismo.
Frente a esta crisis de la sociedad democrática, el mundo se está dejando seducir por los discursos populistas, los que se presentan como una respuesta política a una situación de crisis institucional y como una alternativa ideológica, que en estos tiempos se asocia fundamentalmente con posiciones nacionalistas y antiglobalización.
Así, frente a la deslegitimación de los partidos políticos, los parlamentos y de la propia actividad política (en términos de hojas de ruta y ámbito de negociación de conflictos) la acción política se va desplazando desde las instituciones (partidos políticos, parlamentos, ejecutivos) hacia instancias extrainstitucionales de la sociedad civil.
¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de populismo? En primer lugar, estamos frente a un concepto polisémico, complejo que adquiere significaciones diferentes en términos del contexto en que emerge y que condensa tanto aspectos racionales como emocionales pero que puede resumirse en términos de: (1) el perfil excepcional del liderazgo, (2) su vinculación directa y emocional con el pueblo, (3) una visión estado céntrica del orden social y, (4) la construcción de una identidad colectiva basada en un “nosotros” vs “otros” como base de la acción colectiva. Es la narrativa de la víctima y el verdugo, de la épica de los débiles (y buenos) contra los fuertes (y malos). Y son estos perfiles los que están ganando espacios en muchos países producto de la frustración con los partidos y los liderazgos tradicionales.
Por otro lado, las redes sociales están emergiendo como canales de participación ciudadana cada vez más utilizados en la esfera política. No son pocos los que sostienen que la democracia digital, si es que puede ser llamada de esa manera, está reformateando las democracias representativas de manera sustantiva.
Sin duda, hay datos que demuestran que parte de estas hipótesis se confirman, pero de manera débil. Y parcial. Sus críticos sostienen que más que un aumento en la participación ciudadana en los asuntos de interés público, lo que parece más evidente es que las redes son instrumentos cada vez más difíciles de controlar en cuanto a los contenidos que diseminan. Que contribuyen a la polarización, tienden a reforzar los prejuicios basados en rumores, la información errónea, la exacerbación de la emocionalidad más que la discusión y profundización de las opiniones en debate.
¿Significa todo lo que hemos recapitulado hasta aquí que la democracia esta efectivamente agonizando? No es claro. Más bien pareciera que está mudando de piel.
Como sostenía Norberto Bobbio en su trabajo “El futuro de las democracias”, la democracia es algo que siempre está cambiando. Estar en transformación es el estado natural de la democracia. Y pareciera claro que, desde muchos ángulos, las democracias enfrentan el desafío de adecuarse a nuevos tiempos para las cuales ofrecen modelos institucionales y dispositivos creados hace ya demasiado tiempo, más del que solemos recordar habitualmente.
Pero, así como elecciones y democracia no son sinónimos, la existencia de una democracia política, es decir, elecciones libres y periódicas, alternancia y libertad de expresión no son tampoco garantía de buen gobierno.
En nuestra sociedad actual, ello supone reconstruir el sentido de comunidad, seriamente deteriorado por el desempleo, la exclusión social, la violencia y el deterioro moral.
La confianza y el compromiso hacia el sistema democrático requiere no sólo de la legitimidad que le otorga su legalidad, sino de la confianza en sus instituciones, y en la expectativa que las demandas de las mayorías serán satisfechas (o, por lo menos, sistemáticamente oídas y formalmente atendidas por el sistema político) y en que es posible avizorar un futuro mejor.