La traducción sería más o menos así: no te metas con el mar, no juegues con el mar o en su forma literal, no hagas sandeces o tonterías con el mar. No es precisa, pero como utiliza modismos, es lo que más se acerca, creo.
Esta frase me la dijo un joven surfer israelí, taxista y empresario, en Santa Teresa, Costa Rica. Tuve la oportunidad de visitar hace algunos días ese lugar ahora que, por fin, mentalmente empiezo a gozar mi retiro voluntario. Decidí aventurarme en un viaje de yoga y surf, yo sola. Una de esas ideas locas que surgen de mi parte demonio y que hacen que, de pronto, “mi dedo asesino de la compra” ataque sin contemplaciones y análisis. Así que, de un día para otro, me vi en medio de una bola de enredos, sin saber muy bien a dónde iba o qué había comprado exactamente. De hecho, ahorma mismo, estoy pintando un cuadro al óleo con guía de números, que no sabía existía, éste “hágalo usted mismo” supondría que uno debe leer más sobre el asunto, pero yo, como buen demonio, he empezado a disfrutar la vida dejándome sorprender.
Pero volviendo al vieja, les cuento que para llegar al recóndito Santa Teresa tuve que aterrizar primero en San José; luego subirme a una mini avioneta de una hélice y doce plazas, un taxi de particulares que nada tiene que ver con Uber ¿Supe esto cuando compré? Claro que no, pero cada paso era una nueva, y afortunadamente, agradable sorpresa.
El lugar me regalo múltiples experiencias, donde además de la gran proeza de lograr pararme en una tabla de surf, después de haber tragado litros y litros de agua salada, golpearme con otra tabla y haber sido la burla del guapísimo instructor argentino, salí con el gran orgullo de haberme atrevido a probar algo nuevo con seres humanos a los que prácticamente les doblo la edad. Me hospedé en un hotel “Funky Monkey” con búngalos y monos que gruñen toda la noche (hágame usted el favor, elegirlo yendo sola y no sabiendo ni de qué va) y ahí encontré la maravilla de un grupo de personas sin prejuicios o muy pocos, de todas partes del planeta y que, sin embargo, nos integramos como una familia. Descubrí personas que viajan por el mundo y trabajan a través de internet sin tener un lugar fijo. Todo esto llamó mi atención y, créanme, lo disfruté muchísimo. Durante el regreso, analizaba con el taxista-surfer israelí, que la proximidad del mar tenía la capacidad de limpiar el alma de la gente (claro que siempre habrá almas a las que no limpie ni el cloro, pero esas no estaban ahí y ni me voy a detener en ellas) a lo que él me contestó: es porque “you don´t bullshit with the ocean”. Esa respuesta y todo lo que viví, me generaron una enorme sonrisa, pero también mucha esperanza.
El tipo de personas que conocí, la simplicidad de los millennials y centennials con quienes conviví, la amplitud de mundo en el que viven y que me mostraron: me encantó. Mi parte ángel fue muy feliz de compartir la libertad.
El mundo ahora nos ofrece vivir sin fronteras y sólo las mentes viejas y arrugadas siguen queriendo construir y mantener muros, sólo las mentes caducas siguen lastimando con abusos de confianza y actuando con dolo contra otros seres humanos… habría que meterlos a pelear con una tabla, contra las olas, todos los días, esperando que el mar hiciera su magia.
¿Será que les tendríamos que pagar unas clases de surf a toda la burocracia podrida y gente nefasta que vive en este mundo? Yo cooperaría y sé que el mar, en su justicia, les podría una buena arrastrada, jajaja.