Las elecciones son el ejercicio político que iguala, como ninguno otro, a las ciudadanas y a los ciudadanos. En la gran mayoría de las democracias, el voto de una persona millonaria pesa tanto como el de una desposeída. El principio, e ideal democrático, de “una persona, un voto” se cumple cabalmente en el momento de emitir el sufragio, si la organización electoral es confiable.
Sin embargo, no podemos afirmar que todas las personas influyen de la misma forma en los procesos electorales; la inequidad se presenta en las acciones previas al momento de ingresar en las casillas. Actores ajenos al sistema electoral intentan influir para obtener beneficios posteriores, en caso de que las candidaturas que apoyaron resulten ganadoras. En Estados Unidos, esta es una práctica legal y es, de hecho, una forma de identificar quiénes son los candidatos competitivos. Entre más apoyos de empresas o particulares reciban, más probabilidades de ganar se les atribuyen.
En México, durante décadas, también fue una práctica generalizada; solo que los recursos involucrados en el financiamiento de las campañas no eran privados sino públicos. Los gobernantes consideraban que elegir a su sucesor o a otros “representantes populares”, era una prerrogativa que tenían que ejercer.
Así, el gobierno y el partido se fusionaban y actuaban como fuera necesario para cumplir las órdenes del jefe político o de sus emisarios. No debemos olvidar esto, porque la construcción de la democracia en México se centró en generar condiciones de equidad en los procesos electivos; se trató de evitar la participación de los gobiernos en las campañas y brindar los recursos y las herramientas para que cualquier candidato pudiera convencer al electorado y ganar una elección.
Tomó treinta años construir un piso parejo, una línea de partida en la que el dinero no aventajara a unos candidatos y aletargara a otros. El resultado irrefutable es que todas las tendencias políticas, derecha, centro e izquierda, han ocupado la primera magistratura del país. Y en las entidades federativas, las alternancias han sido regla y no excepción. Casi todas, salvo cinco, han elegido gobiernos procedentes de distintos partidos.
Por eso es tan importante, y tan significativo, mantener tres aspectos esenciales de la equidad: el financiamiento público a todos los partidos políticos; el acceso a tiempos en radio y televisión; y evitar la injerencia de actores ajenos al sistema electoral, ya sean autoridades o particulares.
Creo que el nombre del juego es la equidad especialmente en un país tan desigual como el nuestro; en el que la circulación de dinero, bienes o promesas puede aventajar indebidamente a algunos aspirantes; restando fuerza al principio de igualdad electoral. Si una persona compra el voto de otra con promesas o con apoyos, está replicando su voluntad en el sufragio de alguien más y, con ello, su voluntad adquiere un peso mayor en el resultado electoral. Esto es muy grave y distorsiona esencialmente el concepto de “voluntad popular”.
La equidad es un elemento constitutivo de la democracia mexicana, tal como la conocemos hoy, y por lo mismo debe permanecer en esta y en próximas campañas electorales. El INE y los Organismos Públicos Locales deben exigir y promover el comportamiento imparcial de gobernantes de todos los niveles, desde el presidente de la República hasta el síndico o regidor de un municipio. Esa es la garantía de que la decisión electoral sea plenamente ciudadana, sin la injerencia de actores o agentes con poder. Es, pues, la fuente de la legitimidad que permite el ejercicio democrático del poder público. Cuidémoslo.