“Omertà. Código de honor siciliano
que prohíbe informar sobre los delitos
considerados asuntos que incumben
a las personas implicadas.
World book Dictionary”[1].
No conocí este término sino hasta el año 2000 cuando tuve en mis manos la obra póstuma de Mario Puzo, sí, el mismo que escribió el Padrino y los guiones cinematográficos que, con igual nombre, le valieron dos Óscares y cuyo tema central es también el de la Mafia.
La Omertà es un pacto de silencio que, en esos círculos, es considerado un código de honor, aunque nada de honorable tenga, pues es algo así como “si tu me delatas, yo te delato”, y como entre mafiosos no hay confianza o lealtades posibles, entonces se graban y guardan información y documentos como salvaguardas o pruebas para usarlos en contra de sus enemigos o de quienes podrían llegar a serlo.
Sabiendo esto, es interesante analizar como se ha manejado el escándalo desatado a partir de las delaciones de Emilio Lozoya, una vez fue extraditado a México, convirtiéndose en el principal tema de comunicación del gobierno federal y, particularmente, de las mañaneras de Andrés Manuel López Obrador.
Durante más de un mes, los discursos, filtraciones y referencias giraron en torno a la brutal corrupción de las administraciones pasadas de Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón, mientras AMLO se glorificaba a sí mismo presentándose como el gran santón en medio de tanta porquería.
Pero entonces, vino la respuesta y empezaron a aparecer videos de Pío López Obrador -hermano de quien en ese entonces era todavía candidato presidencial-, y de David León, quién estaba por ser nombrado titular de la distribuidora de medicamentos y vacunas de la Secretaría de Salud, recibiendo y entregando dinero en efectivo de dudosa procedencia y destino. Esto nos hizo recordar aquellos otros bastante similares de René Bejarano, su gran operador político cuando fue Jefe de Gobierno del DF, mejor conocido a partir de entonces como el señor de las ligas.
Como por arte de magia, el recurrente tema Lozoya salió del discurso oficial. La Omertà se había roto, el grupo delincuencial anterior mostraba públicamente acuse de recibo; y el nuevo, en el gobierno, estaba siendo evidenciado como lo mismo. A todas luces, la 4T no representaba más que un simple relevo de mafias en el poder.
Las palabras del presidente López Obrador sobre de ello se convirtieron en una despreciable oda al cinismo. Su convicción acerca de que el pueblo mexicano carece de capacidad de análisis y crítica o, lo que es lo mismo es estúpido, le llevó a establecer como argumento de defensa ante estas comparaciones y paralelismos que, el dinero recibido por Lozoya y demás funcionarios de las administraciones pasadas debía ser considerado como corrupción; mientras que el entregado a su hermano tenía que ser catalogado como aportaciones del pueblo bueno y sabio.
Hoy se sabe que existen más pruebas con contenido similar del nuevo hermano incómodo del sexenio y, por tanto, no es de extrañar que ahora el escándalo con que se pretende desviar la información sobre los mil fuegos que la administración de AMLO ha prendido o hecho crecer, sea el de la consulta popular para enjuiciar a los presidentes anteriores.
Esta consulta que podría pasar como una más de sus payasadas con tintes electorales, socava además la institucionalidad y la democracia de este país. La administración de justicia de ninguna manera es motivo de encuestitas o consultas hechas a modo e interés de otro de los Poderes de la Unión.
Aunque dado que la Omertà ha sido violada, es de esperarse que no pase de ser un acto meramente electorero.
El caso es que López Obrador sigue jugando a ser el candidato eterno. Con la mira puesta en las macro elecciones del próximo año, le es urgente detonar todo tipo de escándalos -como el de Lozoya-, que desvíen la atención que hoy ocupan los más de 70 mil mexicanos muertos por el Covid y el otro tanto similar fallecidos a manos del crimen organizado aderezado con buenas dosis de terrorismo, inacción gubernamental e incluso del “aparente” acercamiento del primer mandatario con ciertos cárteles; o el peligroso deterioro económico producto de su pésima toma de decisiones que ha derivado en la pérdida de confianza de los inversionistas, pero que ahora con la pandemia se ha agudizado sin una política pública de reactivación; o la ruptura del diálogo con numerosos sectores, grupos, organizaciones e instituciones al que se suma ahora el de 10 gobernadores, que amenaza el federalismo, los equilibrios, la estabilidad y la gobernabilidad.
Otro ejemplo de ello es que, mientras México arde, él, convertido en una especie de líder tianguista pone como prioridad la rifa del “no avión presidencial” y anuncia, como si fuera una gran política de Estado, el dispendio de 500 millones de pesos para comprar boletos para ese sorteo y donarlos a 1000 hospitales, como si participar en la lotería fuera lo que el sistema de salud necesita. Es indignante que mientras más de 1000 niños mexicanos han muerto de cáncer por la falta de tratamientos que su gobierno suspendió, él dilapide los recursos en su cara, es como si bailase burlonamente sobre sus restos.
Hace unos días, un amigo me argumentaba que López Obrador es brillante dado que está enfocado en sus objetivos y los va a cumplir: seguir ganando elecciones. A mi entender, esto no lo hace brillante, lo hace inmoral. El hombre se postuló para ser presidente de nuestro país en tres ocasiones y después de 12 años de estar en campaña y conseguir su objetivo, se niega a quitarse el traje de candidato. Lo que es cierto es que sus prioridades no son las de 120 millones de mexicanos.
En estos momentos de oscuridad mundial, nosotros enfrentaremos estas grandes crisis, económica y sanitaria, bajo el mando de un candidato ciego, sordo y disfuncional.
Y lo peor no es eso, sino que el resto de la clase política o está muy ocupada defendiendo sus propios intereses, o escondiendo sus largas colas debajo de los colchones por miedo a ser evidenciados en sus tropelías, o defendiéndose de ser acusados o juzgados mediante la filtración de material contra López Obrador y sus colaboradores cercanos.
Muchos analistas ya consideran a éste un “sexenio perdido”. En lo que a mi respecta, incluso esas duras palabras me suenan optimistas. Un sexenio perdido sería borrado fácilmente de la historia y del recuerdo. No será el caso. Me parece más el “sexenio del cataclismo” cuyos efectos seguiremos resintiendo por muchos años. Solo hablando de pobreza, se estima que pasaremos de 21 millones en 2018 a 31 millones para finales de este año.
[1] OMERTÀ. Mario Puzo, Junio 2020, Ediciones B.