Las elecciones presidenciales de este 2018 tuvieron un tinte muy similar al de un plebiscito. En efecto, las propuestas económicas de los principales candidatos a la presidencia de la República para el periodo 2018-2024 se redujeron a dos opciones: continuar con el modelo económico neoliberal que ha prevalecido desde los años 80 (José Antonio Meade o Ricardo Anaya), o intentar algo distinto, así sea anacrónico, ineficiente y potencialmente catastrófico (Andrés Manuel López Obrador). La otra variante, propuesta por Jaime Rodríguez, “El Bronco”, resultó más radical al proponer eliminar la gran mayoría de los programas sociales, al no dar resultados evidentes en la eliminación o reducción de la pobreza. Sin embargo, fue tan marginal la intención de voto por tal propuesta, que no fue factor de peso en el dilema principal para los siguientes seis años: neoliberalismo vs populismo.
De esta manera, el debate centrado en promesas para combatir la corrupción fue un mero distractor para el colectivo electoral. Tan es así que ninguno de los principales contendientes aclaró las vías específicas para controlar la corrupción. Meade propuso completar el Sistema Nacional Anticorrupción, el cual deja de lado el punto principal: castigo asegurado a todo aquel que participe en cualquier tipo de corrupción. Anaya se fue al otro extremo, al proponer encarcelar a los peces gordos del sexenio que termina, comenzando por el Presidente Peña Nieto y al ex director general de PEMEX, José Emilio Lozoya. Pero ya se ha señalado que su intención hubiera resultado impracticable con el marco jurídico vigente, y pareció más una promesa de campaña que gusta a los electores, pero poco operable en la realidad. En cuanto a López Obrador, ha mencionado que acabará con la corrupción, pero no ha señalado cómo piensa hacerlo. Es pues, una promesa vacía que no tendrá verdadero sustento hasta que se especifiquen los medios para concretarla. Y la ocurrencia de Jaime Calderón, de “mocharle las manos” a los corruptos, nunca debió pasar de ser una mera metáfora, pues llevarla a la práctica en su sentido estricto requeriría de un régimen jurídico absolutamente incompatible con nuestra Constitución Política, con las leyes aplicables y con los instrumentos internacionales con los que está comprometido México.
En el fondo, nadie realmente cree que se vaya a combatir eficazmente la corrupción con las medidas propuestas y debatidas por los candidatos, especialmente durante el primer debate presidencial. Ni el Sistema Nacional Anticorrupción funcionará para verdaderamente acabar con la corrupción, puesto que se queda en recomendaciones, sin establecer garantías para la aplicación de sanciones; ni meter a la cárcel a unos cuantos funcionarios va a repercutir en todo el entramado de corrupción, lo cual por cierto ya se aplicó en varios sexenios previos, más como persecución política que otra cosa (recuérdese el encarcelamiento de Alfredo Durazo y Jorge Díaz Serrano en los años ochenta, o el de Raúl Salinas en los años noventa); ni la sola presencia de un candidato anti-corrupción en la silla presidencial va a acabar por sí sola con un nivel de corrupción como el que persiste en México. Y desde luego, “mocharle la mano” a los corruptos es simple y llanamente un claro exceso retórico con el fin de posicionarse mejor ante el electorado, pero nada más. De esta forma, el falso debate sobre la corrupción opacó opacado en prácticamente todos los medios masivos de comunicación el verdadero dilema al que se enfrentó el electorado mexicano: neoliberalismo vs populismo.
Es bien conocida la regla sobre la permanencia de una clase política hasta por 30 años. Las dictaduras, por ejemplo, tienden a durar tres décadas y no más, porque hay un grave desgaste de la élite política, un hartazgo del público, un relevo generacional en espera de oportunidades que acapara el grupo en el poder, y por el envejecimiento natural de la clase política dirigente. En este sentido, junto con el modelo neoliberal en lo económico, hemos atestiguado el surgimiento de varias dinastías políticas en el plano local, estatal y federal. Se comenta, por ejemplo, que para ser candidato o funcionario de gobierno, es preciso ser primo, tío, hermano o cónyuge de alguien bien colocado en la política. En este terreno, la clase política ya no da muestras de la notable renovación que en su momento destacó Peter Smith en su libro clásico Los laberintos del poder: el reclutamiento de las élites políticas en México, 1900- 1970 (México: El Colegio de México, 1980).
Pues bien, la revolución de Morena, independientemente del resultado en las elecciones presidenciales, ha llegado al punto de proponer candidatos por sorteo a puestos de elección popular en el plano municipal, y no serán pocos los ciudadanos que se verán al frente de gobiernos locales sin contar con experiencia política alguna, puesto que las oportunidades y las vías para las candidaturas estuvieron cerradas para ellos en el arreglo político anterior. Esto representa sin duda, para bien o para mal, una renovación radical y forzada de la clase política al menos en el plano local, ante el anquilosamiento que por treinta años mostraron tanto PRI, PAN y PRD.
En cuanto al nivel nacional, la opción por Morena ha sido atractiva para un buen número de ciudadanos, simplemente, porque representa algo distinto de lo que hasta ahora se ha realizado en política económica, tanto con los gobiernos del PRI como los del PAN. Con sus diferencias y matices, a fin de cuentas los candidatos presidenciales de ambos partidos ofrecen “más de lo mismo”, aunque sin duda esto represente una opción responsable. Y por más que el populismo ha sido denostado como una opción potencialmente catastrófica en términos económicos, una gran parte del electorado mexicano se ha sentido atraído porque lo hasta ahora experimentado no ofrece resultados reales para la mayoría de la población.
El crecimiento económico de los últimos 30 años parece muy modesto y poco visible en los bolsillos de la gente, al tiempo que persiste una inmensa mayoría de personas que vive en la pobreza extrema o en la pobreza a secas. Destaca el hecho de que 80% de los trabajadores mexicanos ganan menos de cuatro salarios mínimos, en tanto que el 10% de la población con mayores ingresos concentra casi 40% del PIB. Ante ello, desde luego que el modelo neoliberal, por muchos beneficios que haya rendido en otros indicadores (baja inflación, reservas internacionales, una fuerte y competitiva plataforma exportadora, y hasta en la creación récord de empleos modestamente pagados, por ejemplo), no ofrece soluciones prontas ni profundas, más allá del asistencialismo de los programas sociales.
El electorado mexicano se asemeja a una dama casadera que debió elegir entre dos buenos chicos, responsables y eficientes, pero aburridos en sus propuestas (Meade o Anaya), o un rebelde con causa, más emocionante, idealista y que promete “hacer historia”, pero que tiene grandes posibilidades de echarlo todo por la borda (López Obrador). Hoy por hoy, quedó claro que una buena parte del electorado se sintió más atraído por lo último, así sea simplemente para cambiar el rumbo, aunque ese rumbo pueda resultar contraproducente, sinuoso y agreste a mediano y largo plazo.