Nos hemos acostumbrado a explicar ciertos fenómenos sociopolíticos con parámetros que consideramos sólidos; muchos de ellos aportados por investigaciones realizadas a lo largo del siglo pasado, principalmente en Europa y Estados Unidos.
En estos países, por ejemplo, el sentido del voto solía explicarse por afinidades ideológicas, gremiales o religiosas. En Inglaterra no era extraño que jóvenes votantes del Partido Laborista decidieran su voto por tradición familiar: su abuelo o su padre eran votantes leales de esa fuerza política y el nuevo elector sentía un vínculo que confirmaba con su voto.
A finales del siglo pasado, sin embargo, las categorías más sólidas fueron insuficientes para explicar las motivaciones de los votantes. La intuición que se había desarrollado ya no era del todo efectiva. Los resultados empezaban a ser contraintuitivos. Es decir, a distanciarse de las previsiones analíticas tradicionales.
Algunos teóricos han atribuido los cambios al surgimiento de nuevas identidades sociopolíticas; cambiantes, líquidas, inasibles con los instrumentos de investigación tradicionales.
En esta columna me propongo compartir con los lectores algunos datos contraintuitivos interesantes, que pueden señalarnos nuevos rumbos en el diseño de las campañas o pueden ayudarnos a entender con otros parámetros ciertos comportamientos electorales.
Y el proceso electoral 2017-2018 sin duda ha aportado fenómenos para discutir.
Por ejemplo, las campañas presidenciales utilizaron recursos exitosos de procesos anteriores pero, esta vez, no coincidieron con el humor de la ciudadanía. La campaña del miedo -que fue exitosa en 2006 y aún funcionó en 2012- tuvo, acaso, un impacto marginal. Lo mismo podemos decir acerca del impacto del infoentretenimiento en las estrategias de las campañas: si fue novedoso en 2012, y generó el interés de algunos votantes, en 2018 provocó una reacción crítica al menos en la campaña de Ricardo Anaya, cuyas habilidades musicales no le atrajeron muchas simpatías.
Tratar de copiar estrategias o importar herramientas que fueron exitosas en otros países, es una fórmula que augura el fracaso de la comunicación. Por muchos años, escuchamos a políticos y “consultores” planear estrategias en redes sociales “como la de Obama”. Y para hacerlo, invitaban a participantes de aquellos equipos, asignándoles un papel de Midas 3.0 para que convirtieran “likes” en votos.
Era común escuchar, también, que las campañas de “tierra” perdían importancia en el diseño electoral y que los mayores esfuerzos debían enfocarse en torno a la “difusión” por aire. Este era un supuesto sólido del conocimiento intuitivo electoral que, sin embargo, fue desafiado por uno de los candidatos: el puntero en las encuestas.
Muchos factores de diversos órdenes influyeron en los cambios y no es el propósito de esta columna explicarlos a fondo. Antes bien, como se dijo, me interesa presentar datos para analizarlos y proponer algunas posibles relaciones.
Aunque suele insistirse en que ninguna campaña es igual a otra y que, por lo tanto, no se pueden usar las mismas estrategias, arrancamos este proceso con algunas muy similares a las de otros años, lo cual las hizo predecibles y fáciles de neutralizar. El electorado evolucionó más que los consultores políticos que no supieron “leer” el clima de opinión prevaleciente y se conformaron con reutilizar formas con éxito probado.
La mercadotecnia no era suficiente. Las condiciones del país obligaban a hacer un diagnóstico profundo y basto que ayudara a dirigir mensajes con mayor precisión. Algunos consultores lo llaman “tropicalización”, otros “contextualización” pero el sentido es el mismo: entender no sólo lo que quieren escuchar los electores, sino, aquello que les puede aportar tranquilidad. En esta elección no se trataba de vender productos políticos, sino de mostrar un liderazgo capaz de dar un sentido de rumbo en el país.
Quizá lo que observamos fue el predominio de la pereza creativa, acomodada en formatos de éxito que esta vez no fueron suficientes. Seguramente los equipos de campaña requerían más politólogos o sociólogos, que sólo mercadólogos. Y no lo pienso como una defensa del gremio, sino como un aspecto que revela niveles de complejidad sociopolítica que no se colman con estrategias publicitarias.
Precisamente lo que destaco es que dejemos de pensar en “mercadotecnia política” y hablemos de “comunicación política”. La diferencia está en que una incorpora análisis sociohistórico, político y económico y no se limita a agregar perfiles de consumidores: las sonrisas no llegan a la urna.
Con esta provocación en mente, los invito a leer las próximas columnas, en las que analizaremos datos contraintuitivos de las recientes campañas presidenciales, enclave de modernización política.