La historia nos muestra que las costumbres barbáricas tribales no solamente pueden reducirse, sino incluso desaparecer. Ni siquiera los más pesimistas pensarían en el posible regreso de sacrificios humanos, canibalismo, eunucos, harems, esclavitud, duelos, quema de herejes, persecución de brujas o castigos y ejecuciones públicas. A pesar de que no podemos prever hacia a donde irán los barbarismos de hoy en día, todo parece indicar que la criminalización de la homosexualidad, la pena de muerte y educación sólo para varones pronto seguirán el mismo camino que los autos de fe y las subastas de esclavos.
Sin embargo, un pesimismo generalizado en la sociedad actual inclina la balanza hacia el populismo. Cuando los medios de comunicación, las redes sociales y las charlas entre amigos alientan una retórica distópica, la sociedad se vuelve vulnerable a la demagogia, predominando el sentimiento de que ya no hay nada que perder. El discurso populista dirigido a movilizar las emociones y los sentimientos prevalece sobre los argumentos y el diálogo racional, volviéndose vital el papel de los medios de comunicación y líderes de opinión, al ser los responsables de dar contexto histórico y estadístico a este tipo de mensajes.
De acuerdo con Ronald Inglehart y Pippa Norris, en las últimas décadas, los asuntos económicos han dejado de jugar un papel relevante en las plataformas de 268 partidos políticos europeos. Son partidos cuyos seguidores, de mayor edad, provenientes de áreas rurales, religiosos, con educación limitada, mayoritariamente hombres y pertenecientes a una mayoría étnica que abrazan valores autoritarios, se posicionan a la derecha del espectro político y ven con desagrado la migración, así como las instituciones globales y nacionales. Quienes apoyan los sistemas populistas autoritarios no son tanto los rezagados en la carrera económica, como los son los rezagados en la carrera cultural. Este tipo de votantes sienten que sus valores predominantes están siendo alterados por ideas progresivas sobre un cambio cultural que ellos no comparten. La revolución cultural occidental, que inicio en los años sesenta del siglo pasado, parecería haber engendrado también una contrarrevolución, cimentada en el resentimiento que está detonando a través de movimientos nacionalistas, tradicionales y xenofóbicos que buscan volver a los valores del pasado. La globalización, igualdad de las mujeres, diversidad racial, secularización, urbanización y la educación son los principales temas de divergencia: históricamente, el surgimiento de líderes carismáticos y autoritarios, como respuesta a una crisis, ha devastado las normas democráticas y las instituciones, gobernando con la fuerza de su personalidad.
Los beneficios del desarrollo histórico siempre van dejando personas rezagadas en el camino; hoy, los rezagados de la globalización, a quienes tradicionalmente se les adjudica el apoyo a sistemas populistas autoritarios por las carencias económicas a las que se enfrentan no son los únicos culpables. Una explicación más plausible es que el apoyo a líderes populistas depende más del nivel educativo, y la calidad de la educación de la sociedad. Cuando los pueblos están bien educados respetan los datos duros, argumentos razonados, investigaciones científicas, inoculándolos contra teorías de conspiración, razonamientos a partir de anécdotas, y la demagogia emocional. La educación expone a las personas a otras culturas y razas haciendo más difícil su satanización.
De acuerdo con las teorías cognitivas de protección de identidad, así como las teorías de distorsiones disonantes cognitivas, y de razonamiento motivado, cuando las personas se ven expuestas a información contraria a sus posiciones aumentan su compromiso con ellas. Así, al sentir su identidad amenazada su primera reacción es defender sus creencias, pero conforme la evidencia se acumula, la disonancia aumenta hasta hacerse insostenible. Este punto de quiebre dependerá de qué tanto la reputación del defensor se verá afectada al ceder, y de lo público de la evidencia. De aquí la importancia de estimular en los alumnos el pensamiento crítico, motivarlos a siempre ver los diferentes ángulos, a argumentar sus posiciones con evidencias, a encontrar falacias lógicas, argumentos ad hominem y reduccionismos. Si bien la educación es primordial para alcanzar una sociedad más racional, también es necesaria la existencia de leyes discursivas que lo motiven en los centros de trabajo, círculos sociales y arenas de debate y toma de decisiones: este tipo de reglas fuerzan a las personas a disociar su línea de pensamiento de su identidad. La política tribal es la forma más insidiosa de irracionalidad, abarrotada de disonancias cognitivas y emocionales alejándose de la verdad y la razón.
La mejor forma de contrarrestar la tendencia populista es abordar el problema subyacente de frente, fomentando actitudes más liberales. Esto se logra a través de la educación: una educación que enfatice la igualdad, la tolerancia, y el pensamiento crítico. Una educación que permita a las personas enfrentar sus miedos de una manera racional, ya que los populistas explotan, en su beneficio, el temor de las personas que se sustenta en diversos factores que interactúan entre sí, alimentándose y reforzándose unos a otros: el Populismo de principios del SXXI ofrece una plataforma a todas las personas que se sienten incómodas, y hasta inconformes, con los avances humanistas del Siglo XX.
Las mujeres representan el 40% de la fuerza laboral, y una quinta parte de los parlamentos del mundo: los avances logrados durante este mismo período, en cuanto a tolerancia racial, religiosa y sexual, entre otras, son ingentes. Los movimientos populistas que quieren volver al pasado no pueden lograr detener la rueda del progreso humanista, que inició en la segunda mitad del siglo XVIII promoviendo la razón y la ciencia.