El presidencialismo, como forma de gobierno democrática, tiene grandes ventajas sobre el parlamentarismo en cuanto a la certeza del periodo de gobierno, lo que permite realizar planes de largo plazo. Incluso un término de cuatro años de gobierno es preferible a la incertidumbre que enfrentan los gobernantes en sistemas parlamentarios, cuyos gobiernos pueden durar sólo algunos meses, y en casos extremos, algunas semanas. Sin embargo, el presidencialismo tiene un grave problema que no siempre se soluciona de la mejor manera: ¿qué hacer cuando un gobernante resulta incapaz o se vuelve impopular? ¿Cómo deshacerse de este gobernante de la mejor manera posible? Dado que el periodo presidencial es fijo, a menos que el ejecutivo renuncie, enferme o desaparezca (por muerte, suicidio o abandono de cargo), la única opción constitucional que resta es la destitución por vía del juicio político, lo que se conoce como el proceso de impeachment en los Estados Unidos.
Para llegar a este extremo, es preciso que la Cámara baja inicie una acusación formal en contra del poder ejecutivo por alguna falta grave por él cometida. Por ejemplo, en el proceso seguido contra Bill Clinton en 1998, la acusación del fiscal Starr se fundó en que Clinton cometió perjurio ante el Gran Jurado debido a que en su momento negó haber mantenido relaciones íntimas con la becaria Mónica Lewinsky. Aunque en esa ocasión, el presidente libró la continuación del proceso al aceptar que sí tuvo “relaciones inapropiadas” con la becaria, y que su respuesta original se refirió a que, en su concepción, eso no significaba haber tenido “relaciones sexuales” con ella, en todo caso, el Senado no avaló la continuación del proceso. Con ello, quedó sin precedentes relevantes el terreno de la destitución de un presidente de Estados Unidos por conducta inadecuada durante el cumplimiento de sus funciones.
En el caso actual contra Donald Trump, el proceso de impeachment iniciado por la lideresa de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Nancy Pelosi, las acusaciones parecen tener un sustento menos frívolo. La conducta inadecuada de Trump habría sido haber abusado de su cargo y de los recursos públicos para presionar al presidente de un país extranjero a iniciar una investigación en contra del hijo de un rival político. Ello, a raíz de la filtración de una versión de la conversación telefónica entre Trump y el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en la que el primero le solicitó al segundo, que la justicia ucraniana investigara supuestos actos de corrupción cometidos por el hijo de Joe Biden –ex presidente durante el gobierno de Barack Obama y aspirante a la candidatura demócrata a la presidencia– en el país euroasiático. Todo ello, mientras Trump retuvo un paquete de ayuda a Ucrania por 250 millones de dólares entre julio, cuando ocurrió la llamada telefónica, y no lo liberó sino hasta el pasado mes de septiembre.
Pelosi, quizá abrumada por el estruendo de los demócratas, indignamos por el uso indebido del poder presidencial y de los recursos públicos para hacer que un país extranjero investigue a un adversario político, finalmente decidió iniciar el juicio político contra Trump, aún cuando anteriormente lo consideró una mala estrategia en el caso de la intervención rusa en las elecciones de 2016. Lo anterior porque incluso si los demócratas logran aprobar el procedimiento del impeachment en la Cámara de Representantes, es muy probable que éste sea detenido en el Senado, de mayoría republicana. Es decir, o bien Pelosi está apostando por iniciar un escándalo contra Trump en tiempos pre electorales, o sólo está complaciendo a sus copartidarios demócratas más vociferantes. Incluso, es posible que sea una combinación de ambos propósitos: desprestigiar a Trump frente al electorado, al tiempo de apaciguar a sus propias huestes demócratas.
Trump negó los cargos y calificó de “cacería de brujas” el proceso iniciado en su contra, aunque reconoció haber hablado de Biden con el presidente ucraniano. Con todo, el inicio del proceso de juicio político o impeachment al presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, presenta muchos elementos que asemejan al “gambito de la dama” en el juego de ajedrez. En el gambito, el jugador que inicia ofrece un peón de sacrificio a su adversario, con el propósito de ganar la posición de las casillas centrales y así, obtener una ventaja estratégica que a la larga le permitirá ganar el juego. En el caso del impeachment a Donald Trump, llama la atención que todas las pruebas las está aportando, con indolente solícita actitud, la misma Casa Blanca. Veamos:
- El viernes 20 de septiembre, Rudy Giuliani aceptó en una entrevista que él personalmente presionó a funcionarios del gobierno ucraniano para que investigaran posibles actos de corrupción del hijo de Joe Biden.
- Al día siguiente, Trump aceptó haber hablado con Zelenski sobre Joe Biden, aunque rechazó haberlo presionado para iniciar la investigación mediante la retención de un paquete de ayuda a Ucrania por 250 millones de dólares.
- El 25 de septiembre, la misma Casa Blanca dio a conocer la transcripción de la conversación telefónica entre Trump y el presidente ucraniano.
Es decir, Trump mismo y su abogado personal, Rudy Giuliani, ha aportado los elementos de prueba más notables para atraer la atención de los demócratas y llevarlos a iniciar el proceso de impeachment. Y aún en el caso de que se apruebe una moción en la Cámara Baja, lo más probable es que ésta sea detenida en el Senado. En el fondo de las causas, si el juicio político no es aprobado por ambas cámaras, el caso será simplemente desechado y, lo más probable, es que Trump saldrá fortalecido toda vez que, como reza la sentencia nietzscheana, “lo que no te mata, te fortalece”. El gambito de Trump es arriesgado, pero puede arrojarle buenos resultados, si al final obtiene el impulso decisivo para encaminarse a la reelección en noviembre del año próximo.
Por lo pronto, ha dado inicio el tercer proceso de impeachment en la historia de los Estados Unidos, “por traición a la seguridad nacional y la integridad de las elecciones“, como declaró Pelosi al anunciar formalmente el arranque del proceso.
Hasta ahora, ningún proceso previo ha logrado superar al Senado (ni el de Andrew Johnson en 1868, o el de Bill Clinton en 1998, en tanto que Richard Nixon renunció antes de que se votara el proceso en la Cámara de Representantes), y es muy poco probable que esta ocasión resulte distinto. Aún así, el proceso tiene el potencial de dañar severamente la imagen de Trump en un momento pre electoral clave, aunque el riesgo para los demócratas es que incluso crezca la popularidad del presidente si, ante la opinión pública, las acusaciones resultaran infundadas o mal intencionadas.